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—Espere un segundito.

Frente a la habitación, en un extremo del pasillo oscuro —la mano pálida en el picaporte—, el hombre dice:

—Espere un segundito que aviso que me cuiden a Ángela.

Tubos de oxígeno, mesas rodantes, ruidos a metales sanadores: cuchillos, agujas, esas cosas. Todo lo demás: prolijidades de hospital privado. Un médico, las manos envueltas en la viscosidad del látex, baja la vista por precaución, pero el hombre no lo ve. Camina errático, como si fuera a desarmarse, y entra en el cuarto de las enfermeras. Dice:

—Por favor, me la cuidan a Ángela.

Y está claro que esa frase no es un ruego: es una orden.

Después, en una sala con televisor, butacas, donde otros parientes esperan a que todo pase o a que todo termine de pasar, el hombre —alto— se sienta y dice que la cuenta de este hospital le va a salir una fortuna.

—Pero fue ella: ella quiso internarse.

Ella. Ángela.

***

Es poco después del mediodía. El televisor está anclado en Mirtha Legrand y sus almuerzos. El hombre —camisa clara, pantalón beige, saco de hilo— se llama Horacio Tirigall y nació en San Isidro ochenta y un años atrás.

—Éramos doce hermanos. Doce. Mi casa era un cuartel, realmente.
—¿Su padre qué hacía?
—Mi padre… Ramón… trabajó en la aduana toda la vida.

Vuela un pañuelo desde su bolsillo. Zic, zac, se frota cada ojo enrojecido.

—Perdonemé. Era un gran artista. Tocaba la guitarra, hacía de todo. Un acuariano que hacía títeres, un gran cocinero. Mi madre se llamaba Ángela. No permitió nunca, con doce hijos, que entrara un médico en la casa. Jarabe de tuna para esto, de cebolla para lo otro. Un día mi hermano estaba jugando al fútbol y se hizo un tajo terrible. Se le empezó a poner negra la pierna. Lo llevaron al hospital y le dijeron: “Mire, va a haber que cortarle la pierna”. Y mi madre dijo: “Primero lo voy a llevar a mi casa”. Le puso agua caliente, sal, rezó. Y se curó.

En las Navidades, dice, eran ciento cinco. Una mesa interminable, y fogateiros con fuegos de artificio, y las guitarras.

—Yo había hecho una traducción de Romeo y Julieta cantada por un gaucho: “Les voy a contar ahora la historia del gaucho Luna/ que una vez que tenía sed se tomó una laguna./ Subido en una vinchuca que era más grande que él/ una vez se mordió un pie por el lado de la nuca./ Como el gaucho era leído, cuando una tarde llovía/ dentró en una librería para ver qué habían traído/. Para mitigar sus pesares y serenar su alma inquieta/ compró Romeo y Julieta que escribió un tal Chaquespeare”. Y ahí arrancaba con lo de Romeo y Julieta.
—¿Usted leía mucho?
—Si. Flammarion, Freud, Heine. Pero en realidad, todo eso lo leía para disimular lo que estaba haciendo, que era estudiar astrología y astronomía. Después pasaron cosas.

La primera: que un día, yendo al colegio, pasó por la quinta de una escritora mundana, sofisticada, que vivía en el vecindario.

—Yo tenía ocho años, iba con mi hermano. Un hombre alto, como hindú, me miró y dijo: “Este chico tiene el ombligo de Mahoma”. No sé si era ombligo o tercer ojo. Pero yo lo único que recuerdo es que ese hombre me daba miedo.

***

De Horangel se dice que es culto, discreto, cascarrabias. Cuando a fines del año 2007 se presentó en el programa Mañanas Informales, de canal 13, se molestó con los conductores —Ronnie Arias, Ernestina Pais— reconviniéndolos con frases del tipo “No me haga repetir” o “Se nota que usted no me ha leído”. Eso, a los ojos de sus seguidores, aumentó su fama de hombre serio. De astrólogo entre astrólogos.

***

De infante era un chico reconcentrado pero no triste, buen alumno. Por eso fue tan extraño que, a los doce años, le dijera a su madre que ahí se terminaban los estudios para él.

—Yo quería estudiar piano. Fui a ver a doña Rosa Castex, una señora que era parienta nuestra y que tenía mucho dinero, y le pregunté si me prestaba dos mil dólares. Era mucha plata. Le dije: “Señora, necesito ayuda, estoy buscando alguien que me ayude a comprar un piano porque yo quiero estudiar dirección orquestal”. Y me dijo: “¿Y cómo me lo vas a pagar?”. Y le dije que había conseguido trabajo en una imprenta.

Y, en efecto, había conseguido: en la imprenta Busnelli de la calle Lavalle al 400. Se levantaba a las cuatro de la mañana y a veces tomaba doble turno. Le llevó apenas una tarde aprender a manejar el tipógrafo, y poco después lo ascendieron a encuadernador. Compró su piano, tomó clases. Cuando terminó de pagar el instrumento abandonó la imprenta, y siguió estudiando música en el conservatorio Williams. Creció. Terminó el colegio en una escuela nocturna. Con sus hermanos, con sus amigos, acostumbraba ir a charlas y conciertos. En alguno de todos se topó, un día, con un pianista de quince años que lo impresionó tremendamente. Se llamaba Luis Bacalov.

—El que ganó el Oscar con la música de Il postino. Nos hicimos grandes amigos y le sugerí dar unos conciertos.

Para entonces tenía veinte años y hacía algunos meses que mantenía correspondencia -intensa- con Ángela Groba.

***

En 1963 Horangel empezó a publicar un libro llamado Predicciones astrológicas. Desde entonces y hasta hoy el libro ha aparecido puntualmente, cada año; lleva vendidos treinta millones de ejemplares y la de 2009 (publicada por Atlántida) es la edición número cuarenta y seis.

***

—La diferencia que hay entre un astrólogo de los que te dicen “a usted le va a pasar tal cosa” y los que, como Horangel, hacen astrología mundana y pretenden vaticinar lo que va a pasar en el mundo, es que se abre una brecha de posibilidades mucho más grande para ser refutado. Es más fácil refutar un vaticinio al cual todos tenemos acceso —se va producir un cataclismo equis, van a matar a tal— que refutar algo que le dice un astrólogo a una persona. ¿Dice algo de la buena fe de Horangel que se dedique a la astrología mundana? Posiblemente. Se arriesga a lanzar profecías o pronósticos que cualquiera puede chequear. Pero su buena fe no lo hace más efectivo. En 2004 dijo que si el triunfador de las elecciones en Estados Unidos resultaba George Bush, corría el riesgo de no concluir su mandato, por enfermedad o accidente. A la luz de lo que ocurrió, no fue así —dice el periodista argentino Alejandro Agostinelli, autor del blog magiacritica, en el diario Crítica.

***

“Los horóscopos no son serios; lo mío es una ciencia”, titulaba la revista Gente, en el año 2008, un artículo donde Horangel decía así: “Tengo más de cuatro mil aciertos. Pronostiqué la muerte de la princesa Lady Di con el día exacto (…) Si hubiera puesto un consultorio, estaría forrado en dólares. Pero mi trabajo es serio. Los horóscopos son poco serios, y lo mío está basado sobre estudios”. En la página 243 de su libro Predicciones astrológicas 2008-2009 pueden leerse cosas como estas bajo el signo de Sagitario: “El Lucero Vespertino tocará Sagitario (…) en su pasaje por el sector, ayudará a resolver viejos dilemas conyugales, amparará los noviazgos y las uniones postergadas se consumarán con felicidad. (…) La agudeza y la fina percepción para los negocios rápidos patrocinarán adquisiciones significativas, traslados e inauguraciones”.

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Datos difusos, frases desdibujadas, escenas inconexas: eso sucede cuando Horacio Tirigall habla de los nexos que llevan de ciertas cosas a ciertas otras: en este caso, del nexo que llevó de la inexistencia absoluta de Ángela Groba en su vida a la existencia absoluta de Ángela Groba en su vida. Difuso, vago, desdibujado, habla de reuniones en las que él solía tomar cualquier objeto que le dieran los presentes y aventurar, en plan de broma, alguna cosa acerca del dueño de ese pañuelo, de ese par de gafas. Habla, en particular, de una reunión en la que una mujer le dijo: “¿Por qué no me dice algo sobre este anillo?” y que él, sin pensarlo, respondió: “A la persona dueña de este anillo la mordió un caballo y tiene un ojo de vidrio y está en cama”.

—La mujer me contestó: “En efecto, mi marido acaba de ser mordido por un caballo, y está internado en un hospital”.

Difuso, vago, desdibujado, dice que se cruzó con esa mujer en más reuniones y que, en una de tantas, la dama le dijo: “Conozco a una persona que le puede interesar” y le dio una dirección, en la ciudad de Córdoba, de una chica llamada Ángela Groba, universitaria, estudiante de francés, grafóloga, ganadora de premios literarios desde los ocho años. Horacio Tirigall le escribió, a esa mujer, una carta petulante en la que le hablaba de Schopenhauer y de poetas alemanes. Ella no le respondió durante dos meses. Y, cuando lo hizo, ya no hubo manera de parar. Él tenía veinte. Ella, seis menos. Eso quiere decir que, cuando Ángela Groba empezó a enamorarse de ese hombre al que no conocía, era una niña de catorce años.

***

—Yo no dudo que Horangel cree en lo que hace, pero es una impresión personal –dice Alejandro Agostinelli—. Y no está bien juzgar a las personas por las impresiones. Porque no sabemos si él maléficamente sabe que está engañando a los demás o si confía en lo que hace. Pero se expone al ridículo y eso te inspira cierta ternura. Por otra parte, no son los tipos como Horangel los responsables de lo que sucede, sino los medios, que siempre andan buscando gente rara para que haga afirmaciones extravagantes. Y después nosotros, los periodistas, nos hacemos los tontos, nos lavamos las manos, decimos ah, no sé.

***

—Ángela escribía tan divinamente.

Horangel tiene la piel muy lisa, intocada por el sol, los poros espesos, apretados, de un varón de veinte.

—Cuando me llegó su primera carta perdí toda cordura. Nos escribíamos tres veces por semana. El tipo del correo me decía: “No te veo caminar pisando el piso, vas flotando”. Estuvimos un año escribiéndonos antes de conocernos. Ni siquiera nos habíamos mandado una foto. Un día le dije: “Mirá, yo tengo absoluta dependencia de esta relación con vos. No pienso en otra cosa, no puedo hacer otra cosa que escribirte y leerte. Tengo que casarme con vos”. Le sugerí a Luis Bacalov, ese pianista joven con el que dábamos conciertos, que hiciéramos uno en Córdoba. Le dije: “Resulta que me escribo con una chica y no la conozco, nunca la vi, pero me he enamorado de ella. Vive en Córdoba, tiene catorce años, y no podemos dejar de escribirnos cartas fogosas, ardientes”. Fuimos. Cuando llegamos, tomé un mateo para recorrer el territorio. Y ella estaba en la puerta, sola. Nos dimos un gran abrazo. Un abrazo definitivo. Yo no la conocía, pero hubiera podido dibujarla. Yo temblaba todo el tiempo, y ella también. Después me presenté a los padres. El padre no me quería. Me decía: “Usted es un seductor literario”.

Un año después, Ángela Groba y Horacio Tirigall se casaron y empezaron a vivir en San Isidro.

—Ya había decidido que la música no era para mí. Había conocido, en casa de Luis Bacalov, a Lalo Schiffrin. Y me di cuenta de que yo no podía tocar el piano. Para mí fue como la línea Maginot: dije “basta, empezó otra guerra para mí”.

Y, aunque nunca dejó de tocar Beethoven para Ángela, abandonó la idea de la música y empezó a ser esto que es: Horangel, la mezcla de Horacio y Ángela.

***

En Predicciones astrológicas 2009-2010 (editorial Atlántida) la carta de los editores dice así: “Horangel basó su arduo y minucioso trabajo no sólo en el dictado de los astros: lo complementó con rigurosos buceos por la Historia, la Psicología, la Heliofísica y otras disciplinas colaterales, hasta lograr una Ciencia de lo Posible que llamó Previmetría. Es decir, la predicción de sucesos en función de cálculos celestes y terrenos que dejaron atrás la intuición, la casualidad o la audacia —la irresponsabilidad, en suma— y les dieron serio y respetable sostén a sus pronósticos. El resultado fue y sigue siendo sorprendente. Predijo centenares de sucesos. (…) Los asesinatos de John Fitzgerald Kennedy y Martin Luther King, la guerra árabe-israelí de Los Seis Días, la llegada del hombre a la Luna y el trágico terremoto que enlutó al Perú en 1970 (…). Causó gran conmoción su acierto sobre la muerte de Lady Di, predicho con fecha exacta. Así también el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York y el colapso financiero mundial anunciado en Mercado Bursátil y el Efecto Canguro (Predicciones astrológicas 2008-2009)”. En la página 46 de Predicciones astrológicas 2008-2009, bajo el titulo “Mercado bursátil, Efecto Canguro”, dice: “El criterio especulativo de las grandes potencias moverá hilos invisibles que con frecuencia inusitada burlarán el ritmo relativamente moderado de las oscilaciones bursátiles en el mundo. El constante cambio de manos de empresas prestigiosas, el lavado de dinero, los capitales golondrina y la corrupción de gobernantes inescrupulosos promoverán en las bolsas el Efecto Canguro, es decir que sólo funcionarán a los saltos”.

***

—La previmetría es un estudio de la persona, no del zodíaco. Algo basado en encuestas. Yo empecé hace años a estudiar a cientos de personas, millonarios, atletas, presidentes, trabajadores comunes, farmacéuticos. Y después los iba metiendo en signos, entonces usted veía que subían en tal cosa, bajaban en tal otra. Como frasquitos. Tenía los promedios de personas reales: los que tenían tendencia a hacer buenos negocios, los que se habían casado cuarenta veces o una vez. Tengo un millón seiscientos mil encuestados. Gasté, en eso, más de cuatro millones de dólares. Nosotros vivimos en Perú, en España, en Florencia. Todos nuestros viajes son de estudio y de investigación muy seria. En Florencia fuimos a un laboratorio astrofísico. Ahí estudié las manchas solares, y aprendí que el sol tiene estiramientos. Se estira como una carita.

Se toma las mejillas con las manos, estira y dice, pedagógicamente:

—Así.

***

“Horacio Tirigall, más conocido como Horangel, es uno de los pseudocientíficos más populares en la Argentina”, escribió el periodista Alejandro J. Borgo (especializado en temas pseudocientíficos y director del CFI Argentina —Center For Inquire Argentina, http://www.cfiargentina.org— en la revista Pensar, abril 2007. “(…) Horangel apuesta a los clásicos, pero los clásicos a veces no se dan: hace largo tiempo que el afamado profesional viene prediciendo la abdicación de la reina Isabel, las posibles enfermedades de figuras conocidas, el pago total de la deuda externa argentina (…)”.

—El tipo —dice Alejandro Borgo— tiene un discurso bien elaborado. Utiliza muy bien la jerga pseudocientífica: hacer pasar por científico algo que no lo es. Él dice que usa la previmetría, algo que hasta ahora ningún científico sabe qué es. Es difícil saber si él está convencido de lo que está diciendo. Lo único que podemos decir es que si lo juzga uno por sus resultados, lo que predice hasta ahora no es gran cosa. Dice que predijo la muerte de Kennedy, pero la muerte de Kennedy la habían anunciado videntes en Estados Unidos mucho antes. Y lo que trasciende es lo que el tipo acertó, y no lo que no acertó. Y siempre hay una probabilidad. Tirás mil, tres acertás.

***

En sus primeros años como Horangel, con la previmetría en pleno desarrollo, Horacio Tirigall trabajaba también como celador en un colegio, preparaba alumnos, era bibliotecario, relataba partidos de fútbol, redactaba fotonovelas y discursos para políticos. El nexo que lleva de una cosa a la otra es, una vez más, difuso, vago, desdibujado.

—Pasaron cosas. Conocí personas.

Un día, dice, a los oídos del presidente de la empresa Mercedes Benz llegó el rumor de un hombre que le había predicho, al anarquista y escritor español residente en la Argentina, Diego Abad de Santillán, que iba a recibir una carta importante el día 10 de octubre.

—La carta llegó. Yo no sé cómo supe. El caso es que a los 23 años yo era asesor del presidente de Mercedes Benz.

En esos años —difusos, vagos, desdibujados— se presentó en las oficinas de Julio Korn, dueño de la revista Vosotras, y empezó a publicar una doble página con predicciones. Poco después le ofrecieron un programa de televisión por canal 9: Dimensión Astral. Allí, un día, dijo: “Señores, yo creo que el próximo 22 de noviembre lo pueden matar al presidente Kennedy”. Era 1963. Llegaron quejas, llamados del Gobierno. Una semana después, Kennedy estaba muerto en la fecha que Horangel había predicho. Dice que no lo echaron pero que, así y todo, tuvo a la CIA durante cinco años pegada a los talones.

***

—¿Y quién prueba una cosa así? Yo también, puedo decir que me persigue Interpol. Horangel parece el agente del recontraespionaje, Maxwell Smart. Yo diría que este señor me diga qué organización internacional avaló la previmetría —dice Alejandro Borgo—, en qué revista de astronomía o de física la publicó. Que no me diga que fue a visitar el observatorio tal. Yo le hago un desafío: que me diga qué número va a salir en la lotería en una fecha determinada, lo jugamos y le donamos lo que salga al hospital Garrahan. Y le hacemos un bien a la humanidad.

En Predicciones astrológicas 1991-1992, Horangel escribió: “El próximo año [el conocido comentarista de fútbol argentino)] José María Muñoz será portador de nuevos lauros y crecientes beneficios materiales”. José María Muñoz falleció en 1992. En Predicciones astrológicas 1993-1994 escribió:“[Para Lady Di y el príncipe Carlos] Existe la probabilidad de que este matrimonio, luego de un tiempo, aplaque sus iras y (…) se reconcilien (…) Diría que a partir de junio mejorará el panorama de esta relación”. Ambas citas están tomadas del libro Puede fallar. Predicciones fallidas de astrólogos, videntes y mentalistas en la Argentina, escrito por Alejandro Borgo y Enrique Márquez (Planeta 1998).

***

Horangel no tiene consultorio, no hace cartas natales personalizadas, no atiende a civiles de a pie. Vive, dice, de asesorar a una empresa petrolera que paga sus movimientos por el mundo y de la venta de sus libros que, desde hace años, mantienen una estructura más o menos igual a sí misma: una carta a sus lectores; un calendario de lluvias (astrometeorología); un capítulo dedicado a la lectura del dorso de las manos (donde dice por ejemplo, que la cutícula crecida que tapa la base de la uña indica “abuso de alimentación chatarra y consumo excesivo de azúcares; alteración transitoria del sistema nervioso, insatisfacción sexual”); una sección con predicciones mundiales (rebrotes del cólera o peligrosos asteroides demasiado cercanos); otra, más amplia, con predicciones para cada signo y, en los últimos tiempos, un capítulo sobre los astros y su influencia en el corte de pelo. En Predicciones astrológicas 2008-2009 detalla, bajo el título “Depilación, tintura, cortes de uñas y tratamientos para la piel”, los días propicios para cada una de esas actividades: “El llamado ‘viento solar’ es el que traslada desde el Sol hasta la Tierra la mayor cantidad de protones electrificados, que tantos perjuicios suelen causar al cuero cabelludo y a la piel”, dice, escribe, justifica.

***

Después de aquel programa en canal 9 hizo otro, llamado Juicio Final, en canal 13, y en los primeros años setenta se fue a vivir, con Ángela, a Venezuela.

—Tuvimos una oferta de Venevisión para hacer allá Horangel y los Doce del Signo. Y fue un éxito. Después me hice asesor de la familia.

La familia es la familia Cisneros, dueña, en aquel país, de Venevisión y Directv, y sobre cuyos miembros pesan, siempre, sospechas oscuras.

—Pero yo no necesitaba ese apoyo. Ya tenía mi dinero. Yo no quiero ese dinero. Ni ese ni el de nadie. Publico mi libro, y el que lo quiera comprar, que lo compre. Esos que le dicen a la gente cómo le va a ir en el amor, todo eso son inventos de las revistas.

Así, durante más de tres décadas, su base de operaciones fue Caracas, desde donde regresaba a la Argentina para publicar el libro de las predicciones. Pero cinco años atrás se instaló en Buenos Aires, en un departamento de la Recoleta, y entonces, un día, esa mujer que fue a buscar a Córdoba para quedársela toda la vida, Ángela Groba, se enfermó.

—Y la semana pasada me dijo que quería internarse. Yo no quería, pero ella insistió.

***

De Horangel se dicen cosas: que es culto, que es discreto. Que no es como los demás. Escancia frases sobre la astrología caldea, Fenelón, la genética y el determinismo. Dice que ganó su primer millón de dólares siendo muy joven, en una historia que no puede develar del todo y en la que asesoró, de forma casi conductista, a una mujer muy rica en un juicio por unas propiedades. Que, durante años, guardó el dinero que ganaba en cajas de zapatos. Que le robaron. Que lo atrapó el corralito.

—Si yo fuera adivino, sería todo muy fácil. Pero lo mío es otra cosa. La astrología usa los planetas, y la distancia que hay entre ellos, y dice que eso podría influir en el momento del nacimiento sobre un individuo, según el lugar, la hora, etcétera. Eso no se pudo probar nunca, porque si uno cree ciegamente en eso está negando la teoría genética, y no se puede ser terminante porque hay personas que nacieron el mismo día y son muy distintas, o cuatrocientos que se mueren en un accidente aéreo y son todos de distinto signo.

Lo rodea el halo de virtud del no fanático. De quien permite la sombra de la duda incluso en su contra, aun a su pesar.

***

Al final de la tarde el televisor está apagado, y el pasillo que lleva a las habitaciones, sumido en susurros lentos. Horangel se pone de pie y camina —como si fuera a desarmarse— hacia el sitio donde yace esa mujer que quiso —que quiere— tanto.

—Ella quiso venir. Yo no quería.

Las enfermeras, a su paso, lo miran con recelo, se escabullen.

—Yo quería seguir cuidándola en casa. Si yo la cambio, la lavo, le plancho, soy marido, enfermero, amante, todo. Yo no quería una internación.

Y, antes de entrar al cuarto, la mano pálida en el picaporte, dice:

—Tener un buen amor es una bendición. Pero no hay que andar diciendo que uno fue feliz en el amor.

Y después:

—En el fondo, yo he intentado ser siempre un hombre bueno.

Dos semanas después, Ángela habrá muerto.

Máquina Fogwill

Publicado: 19 septiembre 2011 en Leila Guerriero
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El piso del departamento donde vive Fogwill ha sufrido un accidente. Es, de todos modos, un accidente añejo en el que él no tuvo intervención: una pileta de lona, que se desbordó durante días desde la terraza, y produjo un hoyo profundo en el centro del living. Pero ese, dicho queda, es un accidente añejo en el que Fogwill no tuvo intervención. Él, sin embargo, es responsable de todo lo demás.

-¿Querés un té?

De pie, en la cocina, Fogwill calienta agua para el té en medio de un paisaje como los que dejan las inundaciones cuando las aguas se retiran. En el suelo, en la mesada, sobre la heladera, hay tostadas, servilletas de papel, yerba, fideos secos, ollas, pavas, jarras, restos de comida, saquitos de té, carnets de afiliación a clubes, pomos de crema Vichy vacíos. En el lavatorio, lleno de agua oscura, flotan, o se hunden, tazas, vasos, platos, tenedores. En el living hay ropa, diarios, partituras, zapatillas, un telescopio, binoculares, botellas de coca cola vacías, rollos de cables, rollos de soga, libros, cedés, una estufa eléctrica, una estufa a gas. De una escalera que conecta con el entrepiso cuelgan dos helechos y un racimo de perchas con suéteres, camisas, pantalones, bolsas de tintorería y una computadora, la pantalla y el teclado cubiertos por grumos endurecidos de polvo, tiempo, mocos. Pero Fogwill dice que es chocolate con saliva.

-Mientras escribo, como chocolate, me chupo los dedos, y eso se queda pegado. Antes era peor. Tomaba merca, y la merca se come el cobre.

Y, como todo el mundo sabe, el cobre es un componente fundamental de las computadoras. Y, como casi todo el mundo sabe, la cocaína fue, durante mucho tiempo, un componente fundamental de Fogwill, nacido Rodolfo Enrique en 1941, sociólogo, autor de unos veinte libros –novelas, cuentos, poemas- a los que hay que sumar una antología de cuentos -Cuentos completos, con prólogo de Elvio Gandolfo, Alfaguara, 2009- de reciente aparición, que ha sido saludada como obra maestra y que lo coloca, definitivamente, entre los mejores escritores argentinos. “(…) planteada una buena antología de treinta cuentos argentinos, que incluyera las mejores piezas, compilada por un imparcial juez de cuentos, libre de amiguismos y compromisos, allí, en el primer escalón, Fogwill estaría compartiendo espacio con Borges, con Artl, con Roberto Fontanarrosa”, escribe Elvio Gandolfo en ese prólogo.

-Son veintiún cuentos. Siete son de antología ¿Quién tiene siete cuentos de antología en este país?

Pantalones cortos, camiseta gris, sandalias –rulos alzados, ojos azules sin gota de piedad-, Fogwill elige un par de tazas de las que flotan en el agua lechosa. Las lava. Dice:

-Nadie.

***

“Se dice que Fogwill está loco, que es insoportable, que más vale tenerlo lejos. En el mejor de los casos, se dice que Rodolfo Enrique Fogwill (1941) es “un provocador”. Lo que nadie puede decir es que sea tonto. Por eso se insinúa que es una lástima que Fogwill esté loco, porque en realidad es un tipo inteligente. (…) Es que la de Fogwill es una inteligencia “superior”, y por lo tanto un poco inhumana: como si se tratara de la inteligencia de una divinidad o de un alienígena, siempre un poco más allá de la capacidad de comprensión del común de los mortales. (…) Fogwill siempre tiene algo que decir en contra del sentido común (sobre todo, en contra del sentido común progresista)”, escribió Daniel Link en Seis personajes en busca de autor, un texto publicado en el diario argentino Página/12.

Durante todos estos años, con una breve interrupción entre 1990 y 1995 en la que dejó de publicar y de dar entrevistas, Fogwill no ha parado de escribir y de aportar aristas a ese personaje público, mezcla de lobo feroz y jubilado violento, en un prontuario que tiene hitos tales como Fogwill contra Piglia, Fogwill contra Beatriz Sarlo, Fogwill contra el crítico de cine Quintín, Fogwill contra Juan Forn, Fogwill contra el Premio Nacional de Literatura (que ganó en 2004), Fogwill contra Alan Pauls. En un artículo de 1983 que publicó la revista Alfonsina, llamado El aborto es cosa de hombres, Fogwill escribió: “El embrión y el feto humano es eso: protoplasma humano. Como los bebés y los abuelitos, carecen de medios para autoabastecerse. Como los paralíticos, no pueden moverse. Como los inmigrantes clandestinos de Bolivia y de Chile, carecen de identidad para las leyes nacionales. Pero son humanos”.

Fogwill. La máquina de aterrar.

***

-Tirí-rirí. Tirí-riiirí.

Fogwill arroja al piso un poco de yerba que acaba de derramarse en la mesada, aparta trozos de pan, vasos usados, y apoya, en ese espacio libre, dos tazas limpias mientras tararea en tono quirúrgico, azul, indiferente.

-Estudié canto tres años. Cantaba muy bien yo. Pero la cocaína me cagó el oído. La cocaína te hace pensar que estás haciendo bien lo que estás haciendo mal, en la vida como en el canto.

En la mesada hay, también, una canasta repleta de frascos que se parecen a los inhaladores que usan los asmáticos.

-Son mis drogas. Tengo enfisema pulmonar. Hay momentos en que tengo broncoespasmos. Tengo las arterias de las piernas hechas mierda. Me tendría que hacer una operación en la arteria ilíaca izquierda, pero no la voy a hacer porque es una operación delicada y si sale mal te cortan las dos piernas en el momento. Estoy en el final, loca. Una gripe me manda al foso.

Junto a la canasta con medicamentos hay recipientes altos, de vidrio, llenos de cereales y pasas de uva.

-Acá podés observar generaciones diferentes de granola. Eso es sésamo, coco y pasas. Le falta agregarle otra generación de nuez, almendra. A medida que estoy al pedo, voy echando. La granola más cara que yo puedo hacer tiene un precio de sesenta pesos el kilo. Y la granola que venden cuesta diez pesos los cien gramos. ¿Querés té verte o té rojo?

Fogwill. El hombre que fabrica su propia granola.

***

Es septiembre, quizás octubre de 2008, y Fogwill fuma en la vereda, frente a la puerta de un restaurante del barrio de Almagro, en Buenos Aires. Dice que tiene una novia, joven, pero que las mujeres terminan por dejarlo.

-Se aburren. Tengo sesenta y siete pirulos. No salgo los viernes, no salgo los sábados, no salgo los jueves, no voy a bailar, no tolero casi los restoranes. Extraño mi comida.
-¿Te han dejado más veces a vos que vos a ellas?
-Últimamente, creo que sí.

***

Vierte agua en las tazas, camina hacia el living, se sienta en una butaca, señala:

-Ese es tu sofá.

El sofá está cubierto de papeles, libros, un objeto de lana –una bufanda, un suéter: no se sabe-, partituras, fotos, diarios.

-No sabés lo que es una casa cuando hay chicos. Es un kilombo.

Pilar y José, sus hijos de once y trece años, viven entre esta casa y la de su madre. Fogwill es, además, padre de Andrés –publicista-, Vera –actriz-, y Francisco, músico.

-Me gustan los chicos. Para mí son la continuidad del amor por una mujer. No ocuparme de ellos es imposible. Francisco es hijo de una novia que yo tenía. Ella durmió la semana siguiente al parto en mi casa, para que yo le enseñara todo lo del bebé.

“Pensar al sol, navegar y generar hijos y servirlos son las actividades que mejor me sientan: confío en seguir repitiéndolas”, escribió en la Introducción a su novela Cantos de Marineros en La Pampa, (Mondadori, Barcelona, 1998).

-Pilar y José duermen arriba, conmigo. Yo siempre fui partidario de dormir con mis hijos. Yo quería un sistema, que la madre se negó a tener, que era dormir todos juntos y tener una pieza para coger. Por eso hay que tener plata.
-¿Para coger?
-No. Para no preocuparse por la guita. No me gusta cuando no tengo guita. Me siento revelado en mi verdad, y no quiero.
-¿Y cuál es tu verdad?
-Mi verdad, mi verdad. No es la falta de guita mi verdad. Es no ser un verdadero hombre. Ahora me dieron un adelanto por un libro y me gasté toda la guita. Yo pago las expensas de acá, la de la casa de los chicos, luz, gas, teléfono, las cuotas de los clubes. Y listo. No tengo más plata.
-¿Alguna vez pudiste ahorrar?
-No. Un día tenía un canuto de dos mil setecientos dólares y me hicieron un secuestro virtual. Me dijeron que tenían secuestrada a la madre de mis hijos y me pidieron cien mil pesos. Le dije “Mire, yo lo que tengo son dos mil setecientos dólares”. Me dijeron que estaba bien. Me dieron las instrucciones y tiré los dos mil setecientos dólares que tuve tres meses encanutados.
-¿Entonces?
-Entonces: no hay que ahorrar.

Fogwill hace natación –una hora por día- y gimnasia. Su rutina incluye, además, leer, atender a sus hijos, cocinar, hacer las compras. El resto del tiempo lo dedica a escribir: cuarenta -o cuarenta y cinco- minutos por día.

***

En marzo de 2009, en la ciudad de Montevideo, dos personas conversan. Una de ellas es un escritor, que se pregunta:

-¿Fogwill es hijo único? ¿Sabés si nació en Buenos Aires? ¿Qué hacían los padres? ¿Eran argentinos? ¿El sigue navegando? ¿Tiene cuatro hijos o cinco?

El escritor es amigo de Fogwill desde hace tiempo.

-Diez, quince años. A lo mejor, más.

Y, sin embargo, no sabe, de Fogwill, nada.

***

Rodolfo Enrique Fogwill nació en 1941 en Bernal, suburbio tranquilo de la ciudad de Buenos Aires, único hijo de Samuel Enrique –dueño de una empresa agrícola ganadera- y Beatriz Catalina.

-Mi viejo se iba a las cinco de la mañana al matadero y se quedaba en la oficina hasta las diez de la noche. Mi madre era rubia y fumaba y conducía, tres cosas muy peligrosas en esa época. Era muy parecido a ser una puta. Se llevaban como todos los matrimonios, como la mierda. Pero no se pegaban. Yo era problemático. Muy autónomo. Hinché las bolas, hasta que me permitieron entrar al colegio a los cuatro años. A los trece tenía moto. En el ´55 tenía auto, carnet de conducir.

A los seis hacía dos años que leía, y tenía nueve cuando su tía, hermana de su madre, le regaló un revólver.

-Lo trajo sin balas, pero yo iba a la armería y compraba balas. Armaba fardos de diarios y tiraba ahí. Conseguía cosas que no conseguía nadie. Me acostaba con mi novia en mi casa. Eso en mi pueblo era inusitado.

La infancia y la primera juventud estuvieron marcadas por esa precocidad sin freno, y por problemas motrices de los que la ingravidez del agua lo salvó.

-Para alguien con problemas motrices, como yo, la desgravitación que produce el agua es la solución de la vida. Yo nadaba mucho, cuatro kilómetros en río abierto. Iba a un club náutico, y en ese club había una pileta y había botes. Los pibes dábamos un pequeño examen, y teníamos derecho a irnos a la mierda en bote. Cuando agoté mi carrera de botes de remero, empecé con los barcos a vela.

Tuvo su primer velero en 1956. El mismo año, su primera máquina de escribir. Un año más tarde, a los 16, ingresó a la facultad de medicina.

-Me interesaba como curiosidad científica. Pero curar gente no me interesaba. Estudié hasta tercer año, hasta los 19.

A los 21 montó casa propia con una mujer a la que conoció en una manifestación contra la invasión estadounidense a República Dominicana

-Ella era la encargada de llevar las bombas molotov. Y me gustó la francesita de las molotov.

De Medicina pasó a Filosofía y Letras y de allí a Sociología. Lo demás es mito o es historia: se recibió de sociólogo a los 23, hizo una carrera rampante como investigador de mercado y experto en marketing y publicidad, y dejó un tendal de slogans que todavía perduran , como “el sabor del encuentro”, o eso dicen.

-En los ´70 armé una empresa mía, Facta, mercados y comunicaciones. Nadie sabía qué era “mercados y comunicaciones”. Todo el mundo llamaba para ver si yo vendía líneas de teléfono. En esa época no tomaba cocaína. Fumaba marihuana y me patinaba la guita en ropa y boludeces. Nunca me compré un Mercedes, pero rompía un Citroën por año. No era troskista pero me gustaban los troskos. Cuando el ERP (n. de la r: Ejército Revolucionario del Pueblo, el brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores) empezó con los secuestros, a mí se me hizo un problema lógico. Yo estaba relacionado, por mi trabajo, con todos los tipos más secuestrables de la Argentina. Al margen de eso decidí que yo estaba a favor de la eliminación de gente, pero la idea de cambiar un ser humano por plata, por una pequeña reivindicación política, me parecía peligrosísimo.

Entonces se declaró, ante sus amigos del ERP, como “un marxista que era constitutiva y biológicamente liberal que no podia suscribir a ciertos métodos como la bomba indiscriminada o cualquier forma de secuestro de personas”. En 1979 estaba divorciado, tenía mucho dinero, había publicado un libro de poemas -El efecto de realidad- en una editorial propia –Tierra Baldía- creada para difundir, sobre todo, la obra de otros -Osvaldo y Leónidas Lamborghini y Néstor Perlongher-, y se presentó al concurso de cuentos Coca Cola. Lo ganó. Pero cuando la empresa quiso firmar un contrato de publicación él dijo que, si querían publicar, tenían que pagarle aparte, de modo que lo editó por su cuenta bajo el título Mis muertos punk. Poco después, de todo lo que había hecho –slogans, películas publicitarias, estudios de mercado- no quedaba mucho más que eso: ese libro.

-Muchos grupos militares operaban sobre las agencias y querían que yo me asociara con ellos. Cada vez que salía una película mía en televisión, la prohibían. En 1981, hice una publicidad de cigarrillos. Una mina que estaba en una fiesta se va con un tipo a ver el amanecer, y en un paneo se ve que la mina tiene alianza. Fue prohibida porque la mujer era casada y no estaba con su marido. Decían que yo usaba los dólares de la inversión publicitaria para presionar sobre los canales para que pasaran mensajes cifrados de la guerrilla. Y me cerraron las cuentas en los bancos, me procesaron y me metieron preso. Seis meses, acusado de estafa y subversión económica. Produje mucho en la cárcel. En la cabeza. Recuperé memoria que había perdido.
-No te desesperaste.
-No.
-Y no escribiste.
-No. Te voy a mostrar por qué no.

Se levanta y regresa con una carpeta de páginas manuscritas

-Son todos sueños míos, que anoté en 1971 ¿Acá qué dice? No sé. “¿Por qué se produce el degradé?” Eso. Lo leo y de golpe hay una palabra clave que me permite reconstruir el sueño. Pero ya ves por qué no escribía.

En las hojas no hay letras ni palabras sino algo ilegible, algo licuado, algo que no parece escrito por una mano humana.

***

“Vera entrando a mi cuarto, diciéndome que estaba “dada vuelta” y desnudándose. Vera saliendo de mi cuarto, y la sombra de Vera contra el blindex empañando la ducha, y la voz de ella subiendo junto a una nube de vapor para decir que el domingo siguiente se iría a Europa con Agustín Bullrich. Vera esperando los llamados de algún hombre, en mi casa. Vera fumando, adelgazando. Dejándose crecer el pelo. Depilándose las piernas con cera negra. Vera de frente y de perfil. Inclinada sobre la bandeja del grabador. Inclinada sobre algo que hervía en mi hornalla. Vera en el living, y su cabeza entre las piernas, y ella tratando de rodear todo su cuerpo con los brazos larguísimos. Vera cerrando un ojo. Vera despertando y volviéndose a dormir, y despertando al rato para calcular la hora por la sombra de una rama que cruzaba el balcón y volviendo a dormir. Vera sin dormir, caminando con pasos kilométricos por la vereda de Paraguay. Vera bajándose de un taxi, saludando. Vera llamándome, esperándome, yéndose. Ya ahora estaba muerta”. En los primeros ´80 Fogwill escribió Help a él, la historia de un hombre que evoca a una antigua amante que acaba de morir. El título es un anagrama de El Aleph, de Jorge Luis Borges; el relato está cargado de una sexualidad densa, sádica; y la amante muerta lleva, por nombre, Vera. El nombre de la hija de Fogwill.

-Bueno. La escena en la que le digo “Cogeme, Vera”, es peor. Pero era el único nombre femenino que me daba como anagrama de Beatriz Viterbo. Vera Ortiz Beti. Hola. Hola. Hola.

Durante los últimos tres o cuatro minutos, sin perder el hilo de la conversación, Fogwill ha estado mirando de reojo una tarjeta, marcando un número en su teléfono celular, diciendo “Hola, hola, hola”, colgando con expresión de disgusto.

-Último intento. Cada vez que llamo son dos mangos. Quiero ver si logro sacar mi auto del taller hoy. Hola. Hola. Hoooola.

Alguien atiende.

-Hola, sí, estoy llamando hace rato. No me cuelguen, eh.

Pausa larga. Fogwill no ha dicho “Habla Fogwill”, ni “Buenas tardes”, ni una frase que eche luz sobre el motivo de su llamado.

-¿Qué tarjeta?

Pausa larga.

-No sé. Bueno, quiero saber algo. Mañana, ¿hasta qué hora van a estar abiertos?

Silencio.

-Ah, perfecto. Por el Clío verde que estaban haciéndole el freno. ¿Estará listo hoy o tendré que ir mañana a la mañana?

Silencio.

-Bueno, listo. Graciassss.

Cuelga. Parece satisfecho. Le da una última mirada a la tarjeta, la guarda, deja el teléfono a un lado.

-Listo.
-¿Lo lograste?
-No. Logré saber que mañana trabajan hasta mediodía.

***

En los ascensores, en la calle, desde los taxis, Fogwill mira a hombres y mujeres con la lascivia de un coleccionista, como si fueran, todos, ejemplares de catálogo. “Con frecuencia –escribe en la Introducción a su novela Cantos de marineros en La Pampa- imagino que soy una mujer, pero estas fantasías pronto se evaporan o recaen en una vulgar escena de lesbianismo sádico y desazón”.

Cuando se va, cuando regresa, cuando dice “Hola”, Fogwill saluda con un gesto manso, desusado: un beso en la frente.

***

Al salir de la cárcel, en 1981, no tenía nada, ni casa ni oficina ni trabajo, y fue a vivir a casa de su madre. Poco después le ofrecieron ser director general de la agencia de publicidad del hijo del general Roberto Viola, presidente de facto en aquel tiempo. Y él aceptó.

-¿Y mi trabajo sabés dónde se verificaba? En el piso que había sido mi oficina de opublicidad. Callao y Santa Fe. Y me tocó la oficina con la alfombra que yo había puesto.

Trabajaba aún en esa agencia cuando, durante abril de 1982, su madre, que miraba la televisión –la guerra de Malvinas apenas comenzada- le dijo: “¡Nene, hundimos un barco!”. Y entonces él, que no sabía nada de la guerra, se encerró en su cuarto y escribió aquello de “Que no era así, le pareció. No amarilla, como crema; más pegajosa que la crema. Pegajosa, pastosa. Se pega por la ropa, cruza la boca de los gabanes, pasa los borceguíes, pringa las medias. Entre los dedos, fría, se la siente después”, que fue el principio de Los pichiciegos, la novela sobre la guerra de Malvinas –una veintena de soldados argentinos que sobreviven sin pelear, ocultos en una trinchera subterránea- que escribió en tres días y corrigió en cinco más, subido a la tracción de varios gramos –doce, dice- de cocaína. Hoy, Los pichiciegos, cuya ultima reedición -lleva cinco- se hizo en 2006 en la editorial argentina Interzona, es considerada una de las grandes, grandes, grandes novelas argentinas, y se le adjudica un carácter extraño: anticipatorio. Al escribirla, Fogwill no sólo no sabía nada de la guerra, ni de los códigos internos de las tropas, sino que no tenía cómo saber que la Argentina terminaría por rendirse ante Inglaterra.

-Inducción pura. Cualquier tipo inteligente lo puede ver. El otro día encontré una novela mía inédita. Pero es impublicable. Sobre los countries. Escrita en el ochenta. Pronosticaba la Argentina de los countries y de la gourmandise. Pronosticaba esta mierda. Se llama Nuestro modo de vida. A mi hijo le impresionó porque en el último párrafo decía “Este año se empezaron a poner de moda los jeeps”. Los cuatro por cuatro. Y en ese momento en la Argentina nadie tenía jeeps. Mi hijo la leyó justo cuando se acababa de comprar su Suzuki Vitara y quedó impresionado.

Suspira, estira los brazos, se quita la camiseta, se mira los pies.

-Antes estaban muy mal mis pies. Con la cocaina se me destrozaron. Se me formaron como garras. De estar sentado. Lo único que hacés es tomar cocaína. No movés los pies. Voy a mear. Me ponés nervioso, vos. Me hacés ir a mear.

Desde el baño, la puerta semiabierta, llega el fragor del líquido en el líquido.

-Tirí- canta Fogwill-. Tirirí.

***

La obra de Fogwill incluye los relatos de Música japonesa (1982), Ejércitos imaginarios (1982), Pájaros de la cabeza (1985), Muchacha punk (Planeta, 1992), Restos diurnos (1997); las novelas Los pichiciegos (1983), La buena nueva (1990), Una pálida historia de amor (1991), Cantos de marineros en las pampas (1998), Vivir afuera (1998), La experiencia sensible (2001), En otro orden de cosas (2002), Urbana (2003), Runa (2003), Un guión para Artkino (2009); los poemas de Partes del todo (1990), Lo dado (2001), Canción de Paz (2003), Últimos movimientos (2004); y la recopilación de artículos Los diarios de la guerra (2008). Pero para decir cómo y por qué empezó a escribir hay distintas explicaciones: que es más fácil escribir que evitar la sensación de sinsentido de no hacerlo, que tuvo mucho que ver uno de sus analistas, que ayudó el hecho de que, en 1975, se volvieran accesibles las máquinas de escribir IBM a bochita que le permitieron retroceder y borrar y, también, el hecho de que, en 1978, aparecieran las máquinas de escribir eléctricas portátiles, que le permitieron ganar velocidad. Fue con una de esas máquinas de escribir eléctricas portátiles que una noche se subió a su barco –el último de todos los que tuvo se lo llevó aquel juicio por estafa de 1981- y tecleó, de una sentada, Muchacha Punk.

-El casco de un barco es una cámara de amplificación. A docientos metros nadie dormía con el tecleo, y nadie sabía que era yo el hijo de puta.

“En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir «hice el amor» es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que «hicimos» ella y yo, no eran el amor y ni siquiera –me atrevería hoy a demostrarlo–, eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha punk y yo nos «acostamos juntos». Otro decir, porque todo habría sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición bípeda, –integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso.”, escribió Fogwill aquella noche de insomnio propio, ajeno.

***

Una noche de invierno de 2008, después de presentar el libro de un amigo en una librería de Palermo, Fogwill dice:

-Loca, ¿me acompañás hasta la casa de mis hijos? Se van de campamento y necesito darles unas cosas para que se lleven.

Usa una campera roja, pantalones grises, zapatillas, una bolsa de nylon en la que parece acarrear algo preciado. Detiene un taxi, sube, indica una dirección. Cuando el taxi se detiene, Fogwill le pide que espere. Después baja, toca timbre, y aparecen José y Pilar, sus hijos chicos. Fogwill los besa, abre la bolsa, les muestra el contenido: tabletas de chocolate, enormes, muchas. Los chicos toman la bolsa, dicen algo, cierran la puerta. Sin brusquedad, sin despedirse.

***

Fogwill levanta un brazo, lo flexiona, abre la boca como si bostezara, con cierto abatimiento, cierta perplejidad. Toma mate en un vasito de plástico azul.

-Cuando era chico tuve un problema metabólico. No calcificaba bien. Eso demoró mucho mi maduración nerviosa. Ya de grande, un médico me hizo una serie de pruebas de equilibrio, de simetría visual. El resultado fue que mi cerebro era como el de un epiléptico. Nunca tuve epilepsia pero tuve cosas típicas de epiléptico: ataques de agresividad, cambios absolutos de carácter, no medir las consecuencias de mis actos.
-O sea que todo lo que la gente cree que es Fogwill, no es otra cosa que un síntoma epiléptico.
-Jum.

”Tengo una deuda con Fogwill -escribió el crítico Quintín en el blog la lectora provisoria-. (…) Hace unos diez años leí Vivir afuera y no me gustó y leí una entrevista que le hizo Daniel Link en Radar Libros, donde F. hablaba bien del Papa y L. lo llamaba genio justamente por eso y me gustó menos. Así fue que publiqué una nota enojada en El Amante, Fogwill se cabreó, me contestó en Página/12 (…). La hostilidad se mantuvo durante un largo tiempo. Hasta que, de pronto, F. tuvo un par de gestos amables hacia mi persona. Primero, me invitó a un coloquio, seminario, congreso, jornadas o no sé qué de críticos que organizó el año pasado en Buenos Aires. Pero hubo un detalle. Nos consiguió alojamiento, viáticos y hasta se preocupó de que la heladera estuviera llena a nuestra llegada. Después hizo algo aun más insólito. Me invitó a presentar Los libros de la guerra, la jugosa recopilación de sus ensayos, distinción que compartí con Horacio González y en la que hice un papel por demás deslucido. (…) Si bien tengo una idea de qué clase de personaje es Fogwill (imposible no tenerla, dado su tendencia al histrionismo, imposible no pensar también que comparto con él cierta facilidad para hacerme odiar gratuitamente), y cuáles son sus ideas políticas (hasta ahí), no he leído su poesía y, aun dentro de la prosa, no sé al día de hoy qué clase de escritor es. La experiencia sensible (el resto lo leí hace mucho) me enseñó que es capaz de una gran precisión al narrar y no conozco a un escritor argentino que lo supere a la hora de describir la intimidad (el sexo, pero no solamente)”. La presentación de Los libros de la guerra se hizo en el MALBA (Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires) en marzo de 2008, y no fue la pelea de perros que se esperaba, sino un evento apacible en el que ambos presentadores, supuestos enemigos del presentado, no se deshicieron en elogios, pero casi.

Fogwill se levanta de su butaca, mira alrededor, buscando un cigarrillo. Ya no tiene barco propio, y casi no navega (“Se me puede reventar un aneurisma y no puedo regalarle a un tipo un muerto en un barco”). Vive de sus ingresos por los libros, del Premio Nacional de Literatura, y de su trabajo como asesor de marketing para una empresa argentina de golosinas con sede en Chile.

-¿Vamos a buscar a mi hijita a su clase de flauta? Me voy a cambiar.

Sube al entrepiso. Se cambia mientras dice que Pilar es muy buena con la flauta, y que José es especialista en un paso de baile.

-No sé qué paso de mierda, pero él lo hace perfecto. Es flogger, pero disimula. En el club igual lo captan.

Regresa con pantalones cortos, camiseta rojo sangre, zapatillas, auriculares.

-Tirí, tirírí…Ah, quería buscar un mail de mi agente alemán, antes de salir.

Se sienta frente a la computadora en un asiento ergonómico, una suerte de tabla sin respaldo que lo obliga a permanecer erguido.

-Alargue su pene, viaje a Buzios, alargue su pene…¿Dónde está?
-¿Es cómodo escribir sentado ahí?
-Si. Nunca escribo más de cuarenta minutos. No hay guita que pague la producción de un libro. Una novelita, tipo La experiencia sensible, me lleva ocho meses. Si me encierro a laburar ocho meses, nadie me va a pagar veinte mil dólares, salvo que sea una obra maestra. Y no voy a hacer una obra maestra. Ni quiero.

La flecha del mouse sube y baja por la pantalla brumosa de chocolate, saliva, polvo.

-Ya las hice.

Hola, Sara, ¿cómo estás?

No hay pausa -ni ironía ni queja ni suspiro- en la voz que, al otro lado del teléfono, dice:

-Acá. Viviendo. ¿Y vos?

***

La puerta tiene dos placas: una reza «La Azotea. Editorial fotográfica»; la otra, «Sara Facio. Fotografías». Es un departamento en planta baja sobre la calle Paraguay, en la ciudad de Buenos Aires. Adentro reina una pulcritud austera: escritorios, bibliotecas, todo luce limpio, sólido, autosuficiente. Al final de un pasillo hay un despacho. Allí una mujer se pasa los dedos por el pelo y dice, con una sonrisa tibia y feroz: «No sé de qué vamos a hablar. No soy interesante. Nunca me han violado ni torturado ni tengo parientes desaparecidos».

Es alta, lleva una remera azul cielo, el pelo blanco. «Dejé de teñirme porque, cuando María Elena se enfermó, me empezó a parecer absurdo pasarme toda la tarde en la peluquería.» Sara Facio es fotógrafa, fundadora de la editorial La Azotea, autora de los retratos definitivos de Julio Cortázar, Pablo Neruda, Manuel Mujica Lainez, y creadora de la Fotogalería del Teatro San Martín, entre otras cosas. Y, por si hiciera falta aclararlo, María Elena es María Elena Walsh.

***

Sara Facio nació en 1932 en San Isidro. Es hija de Florencio Facio, criollo de varias generaciones, y de María Ana -Anita- Paraveccia, hija de inmigrantes de Sicilia. «Mi abuelo, José Parraveccia, ahorró las propinas que recibía como mozo en el barco que lo traía y con eso instaló un carrito en la Costanera -recuerda-. Después consiguió que le dieran la concesión, por cincuenta años, de la zona donde está el Sheraton. Ahí vivía y tenía restaurante.»

Cree que fue allí donde su madre y su padre se conocieron: ella, cajera; él, comensal. Se casaron y marcharon a San Isidro a poner restaurante propio, con vivienda, en la esquina de Diego Palma y Haedo, donde nacieron Carlos, Sara, Mario. «No sé si fue una infancia feliz o infeliz. Yo me sentía cómoda. Tenía una libertad absoluta.»

Con su madre leía y escuchaba ópera. Con su padre metía mano en la electricidad, en la carpintería. Era sociable, abanderada, líder, gran dibujante. Cuando terminó la escuela primaria, quiso estudiar Bellas Artes y le dijeron, como a todo, que sí. Se recibió en 1953 y entonces una profesora de Historia del Arte le dio un consejo. «Decía que una persona no se podía formar viviendo con su familia, que me tenía que ir de mi casa. Me postulé a una beca para ir a París y la gané. También la ganó Alicia D’Amico, compañera en Bellas Artes. Le avisé a mi papá: ‘Papá, me gané una beca para ir a París, vengo a pedirte permiso pero te advierto que, si no me lo das, me voy igual’.»

-Perdón, Sara.

Mariana Facio, joven, pelo oscuro -su sobrina-, anuncia que ya está aquí el chico de los martes que viene a digitalizar la biblioteca.

-Decile que pase. Nos vamos a tener que ir de acá.

Sara Facio camina hasta otro despacho, cierra la puerta. Sobre el escritorio hay una regla rotulada con su nombre.

-Digitaliza mi biblioteca de fotografía. La voy a donar al Museo Nacional de Bellas Artes. Tengo que pensar en cuando yo no esté. Mis herederas más directas serían mis sobrinas: Mariana, que es fotógrafa, y Claudia. Ellas quedaron solas y yo las crié. Pero a ninguna de las dos les interesa la lectura.

-¿Vos criaste…?

-Sí. Como si fueran mis hijas.

Mariana Facio entra, deja dos vasos con agua tónica sobre el escritorio. Sara Facio le pregunta: «¿Quién es mi hija?». «¿Yo?», le contesta Mariana. Un par de semanas más tarde Mariana confesará que la desconcertó que su tía le hiciera esa pregunta. Que nunca le había dicho nada así delante de un desconocido.

***

Era 1955 y el barco Bretaña, de la Société Générale, tardó veinticinco días en llegar a Marsella. Desde allí Sara y Alicia tomaron el tren a París, donde alquilaron un cuarto ínfimo, sin baño pero con kitchenette.

-A ese cuartito invitábamos a comer a los amigos. Al otro día, a las ocho de la mañana, venía el cartero con una tarjeta de agradecimiento. Mirá cómo funcionaban las cosas.

-¿La educación?

-Sí, pero además, el correo.

-¿Con quiénes se veían?

-Muy pocos. Pintoras, escultoras amigas que recién empezaban. Y María Elena, que estaba haciendo su espectáculo con Leda Valladares. Nos habremos visto dos veces, porque ellas laburaban todos los días.

Pasaron por Italia, por Austria, por Inglaterra, pero fue en Alemania donde todo cambió. Allí, esas dos chicas, que habían ido a Europa para escribir un libro sobre la historia del arte, compraron dos cámaras y vieron, por primera vez, una muestra de fotos.

-Era de un teórico alemán, Otto Steinert.

Ahí me di cuenta de que la fotografía podía ser un arte.

Cuando regresó a la Argentina, en 1957, Sara Facio ya no era, ni quería ser, pintora.

-¿No sentiste que dejabas algo importante atrás?

-No. Yo estaba encantada de volver porque se había ido el peronismo.

***

Sara Facio. Con voz de maestra de jardín de infantes puede declarar esto: «A mi abuela, que estaba al frente del restaurante, la mató el peronismo cuando pusieron el laudo». O esto: «Hace años fui a un encuentro de fotógrafos en México. El invitado especial era Mario Benedetti. Empecé mi conferencia diciendo que no entendía por qué si tenían a Juan Rulfo, que además de ser un gran escritor era fotógrafo, el invitado era Mario Benedetti, que nunca había sacado una foto en su vida».

***

A fines de los años 40 la familia Facio se había mudado a Martínez, donde compartían manzana con el general Ramón Alvariño que, en 1946, durante el gobierno de Perón, había sido nombrado presidente de YPF y ofrecido a su vecino, Florencio Facio, un puesto. Florencio se hizo peronista y aceptó. Para cuando Sara volvió de Europa, Perón ya no estaba en el gobierno, pero su padre continuaba en YPF y se había enamorado de una secretaria.

-Mis padres se habían separado y además había muerto la mujer de mi hermano Carlos. Él y sus dos hijas vivían en casa de mi mamá, así que me conseguí un monoambiente en Bustamante y Santa Fe y me fui.

Luis D’Amico, padre de Alicia, tenía una casa de fotografía y Sara, por curiosidad, pidió permiso para meterse en el laboratorio. No pasó mucho tiempo antes de que ella y Alicia formaran sociedad y una clientela grande.

-¿Nunca volviste a pintar?

-Jamás.

***

En un artículo publicado en Leyendo fotos (La Azotea, 2002), titulado «Curadores que… enferman», Sara Facio reflexiona en torno a la figura del curador. Toma como ejemplo tres muestras: una de Mary Ellen Mark en el Palacio de Tokio en París; otra llamada La década del 80, en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires; y Figures & Caracteres, suya y de Alicia D’Amico, en el Centro Pompidou de París. Cada una de las tres curadurías es presentada bajo los subtítulos «La traición», «La mentira» y «La rapiña».

***

«Yo la siento como una maestra-madre que siempre me alentó a ir más a fondo […]. Siempre dijo lo que piensa en voz alta, sin importarle quedar bien o quedar mal con lo políticamente correcto. Con el tiempo uno aprende a valorar esa honestidad aunque no esté de acuerdo con las opiniones. Trabajó para que los fotógrafos nos conociéramos entre nosotros. Inventó formas de enseñar cuando no había escuelas», escribe Marcos López, fotógrafo argentino, cuando se le pide que hable de su relación con Sara Facio.

***

En los años 60 fue asistente de la fotógrafa Annemarie Heinrich, estudió en el Fotoclub Buenos Aires y empezó a colaborar en La Nacion, siempre firmando con Alicia D’Amico, con quien había montado estudio en Juncal 1470. En 1968, la editorial Sudamericana publicó Buenos Aires, Buenos Aires, el primer libro de ambas. «La editorial nos sugirió que Cortázar hiciera el texto, porque por esos años el nombre del fotógrafo no bastaba -cuenta-. Julio pidió ver las fotos, así que dijimos: ‘Se las llevamos nosotras’.»

Era una tarde de primavera de 1967 cuando tocaron a la puerta del departamento de Cortázar, en París. Él vio las imágenes -una mujer con un cardumen de niñas rubias, un hombre sentado frente a su botellería, refinados recortes de vida cotidiana-, lagrimeó y dijo sí. Dos días después Sara Facio hizo una de esas fotos que funcionan como la versión definitiva de una persona: Cortázar con el cigarrillo en la boca, mirando a cámara. El retrato de un hombre pero, también, de una forma de estar en el mundo. A eso siguió una vida de amistad y otro libro, Humanario (una serie tomada en institutos psiquiátricos: Moyano, Opendoor, Borda), para el que Cortázar escribió un texto. «Mirá qué puntería: lo publicamos el 26 de marzo de 1976 -comenta-. Cuando entraron los militares todo tenía que ser agradable y Cortázar estaba recontraprohibido. Con Julio tuvimos una relación de años. Cuando salieron sus cartas en Alfaguara a mí me las pidieron, pero yo no las di. Son cartas personales. Es como si yo diera una carta personal entre María Elena y yo. ¿Qué quiere decir eso?»

A fines de la década del 60, Sara y Alicia pensaron en hacer retratos de escritores latinoamericanos consagrados y sumar a quienes, según ellas, serían los nombres por venir. Así, entre 1967 y 1970, si había un congreso en Viña del Mar al que asistían Onetti, Rulfo, Vargas Llosa, allá iban; si estaban en París y por ahí andaba Alejo Carpentier, se aparecían en su hotel para pedirle un retrato. El resultado fue Retratos y autorretratos, publicado en 1974 por la revista Crisis, que incluía fotos de Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Borges, Carlos Fuentes, Cabrera Infante, Vargas Llosa, García Márquez, etcétera, precedidas por un texto inédito de cada uno. «Pero lo que nos daba dinero era la publicidad y, en los años 70, la parte política -confiesa-. Estábamos en la agencia que le hizo la campaña al partido Nueva Fuerza, de Álvaro Alsogaray, y después hicimos las campañas de La Martona, Peugeot, Olivetti, Aerolíneas Argentinas. Siempre lo tomé como un trabajo para ganar plata, pero lo hice a conciencia. Yo nunca hice nada de taquito.»

Mientras fotografiaba autos y máquinas de escribir pasaban, por su estudio y por su casa, todos: Bioy Casares, Manuel Mujica Lainez, Silvina y Victoria Ocampo, Alejandra Pizarnik. «Bioy venía y preguntaba: ‘¿Tienen fotos de Borges?’. Y se las llevaba. Yo le aclaraba: ‘Che, son mías’. Como era millonario, no sabía que el trabajo se paga. Alejandra era amiga. Un día vino a sacarse fotos y justo toca el timbre Silvina Ocampo. Parece, yo no sabía, que Alejandra tenía un metejón que se moría por Silvina Ocampo. Bueno, fue llegar Silvina y acabarse la sesión de fotos. Alejandra había traído un libro para mí que terminó dándole a ella. En fin. Más adelante, supe que se había matado por la carta de una amiga, María Rosa Vaccaro, de la librería Letras. ‘Al final, Alejandra se salió con la suya, se mató’, me contaba en esa carta. Yo estaba en París.»

Por esos años se mudó a Viamonte y San Martín, junto al edificio donde, en otro departamento, Victoria Ocampo dirigía la revista Sur. «A veces nos cruzábamos y Victoria subía a casa a tomar whisky. Entonces vino a Buenos Aires una fotógrafa guatemalteca que vivía en París, María Cristina Orive. Nos hicimos muy amigas. Un día, en una reunión, alguien preguntó: ‘¿Qué harían si se ganaran el Prode?’. Yo respondí: ‘Una editorial de fotos’. Al tiempo, María Cristina me dice: ‘¿Es muy caro eso? Porque yo tengo el capital y me gusta la idea’».

Así fue como, en 1973, la primera editorial argentina de fotografía, La Azotea, se fundó, con sede en el departamento de dos ambientes de una de sus socias. Desde entonces y hasta hoy la editorial ha publicado el trabajo de fotógrafos contemporáneos y clásicos, consagrados y seminales: Luis González Palma, Witcomb, Martín Chambí, Adriana Lestido, Sebastián Szyd, Annemarie Heinrich, Marcos López.

«Mirá. ¿Ves que quedó divino?» Sara Facio sostiene una foto en blanco y negro en la que se ve a María Elena Walsh en una butaca, de espaldas a una biblioteca, frente a un ventanal.

-Ésa era mi parte del departamento, y yo estoy sacando la foto desde lo que era su departamento. La conocí en 1955, en París. En 1965 volvimos a encontrarnos en Buenos Aires y nos hicimos amigas, como podemos ser amigas vos y yo. Recién en 1975 empezamos a convivir. Yo compré el departamento pegado al suyo, en Bustamante y Juncal, tiré la pared del living y unimos los dos. María Elena estaba asustada. Preguntaba: «¿Pero qué vas a hacer?» Y yo le dije: «Vos dejá».

-¿No te costó empezar a vivir con alguien?

-No. Porque éramos muy independientes. A mis amistades las veía en mi estudio porque yo sentía que algunas no le gustaban demasiado. Y ella hacía lo mismo. Además, ella se ocupaba de cosas maravillosas, como atender a la servidumbre. A mí me gusta cocinar, entonces en la cocina mandaba yo, pero que las mucamas lavaran los platos, limpiaran, eso lo organizaba ella.

En su libro María Elena Walsh. Retrato(s) de una artista libre (La Azotea, 1999), Sara Facio dice: «Declaro que la conocí hace casi cincuenta años y cada día me sorprende su lúcida y apasionada visión de los hechos cotidianos, su alegría, su lealtad a las ideas y a los amigos, su adhesión insobornable a todo lo justo, bello y vivo».

***

En 1973 cubrió, para una agencia francesa, el regreso de Perón a la Argentina y, un año después, su funeral. De ese momento son algunas de sus imágenes mejores: el rostro de Isabel Martínez sumido en un mar de granaderos; un hombre que sostiene un diario donde se lee MURIÓ; cuatro jóvenes que miran a cámara mientras una mano entra en cuadro y se apoya sobre el hombro de uno de ellos.

-Las hice de corazón, porque la reacción del público era bárbara. Todos para adentro, muy compungidos. No había nada de muchachada.

«Para mí, una de las fotos que resume la imagen del peronismo es ese primer plano de cuatro o cinco muchachos mojados, a cincuenta centímetros del gran angular de la Leica de Sara, mirando a cámara el día del velorio de Perón. Y la única imagen que tengo de Cortázar en mi memoria es la que ella hizo. Con la cara chanfleada y el cigarrillo a cuarenta y cinco grados. Un ícono parecido a la foto del Che Guevara de Korda. Con esas dos fotos y la cantidad de cosas que hizo organizando exposiciones, colecciones, libros, me alcanza para ponerla en la vitrina de los grandes hacedores de la cultura de este país», escribe Marcos López.

Pero los años 70 fueron, también, años en los que murieron todos.

-Mi padre, mi madre, mi hermano Carlos. Sus hijas quedaron solas, así que me hice cargo, no las iba a dejar en la calle. Lo único que les dije fue que no se hicieran ilusión de que iban a vivir conmigo, porque si yo algo quería era mi independencia y que si quería hijos los tenía yo. Si ya había defendido mi libertad con los muchachos, cómo no lo iba a poder hacer con dos nenas.

-¿Con qué muchachos?

-Con todos los que se querían casar conmigo cuando yo era jovencita. Y cuanto más les decís que no, más se quieren casar. Ahora me hubiesen quemado. Me hubiesen tirado alcohol y un fósforo.

***

«Cuando mi papá murió, yo tenía 8 años -cuenta Mariana Facio-. Mi tía nos mandó al colegio Ward, en Ramos Mejía. Nos iba a ver todos los fines de semana. Yo le debo todo. A mí me educó, me dio mi profesión. Sólo tuvimos un enfrentamiento fuerte cuando quedé embarazada, a los 16. Ella estaba furiosa. Su elección había sido no tener hijos y de golpe le caían los hijos de arriba. Yo ya trabajaba con ella y me dijo que no se iba a hacer cargo de mi hijo, pero yo sabía que no me iba a dejar en la calle, y así fue. Ella es la madrina de mi hijo Pablo, le pagó la carrera de perito clasificador de granos. También le pagó la carrera a Vanina, la hija mayor de mi hermana, que estudió administración de empresas en la UADE. Sara ha pagado vacaciones, ropa, colegio, alquileres. Yo vivía en un departamento muy chico y mi hijo no tenía cuarto propio, entonces el año pasado ella y María Elena me compraron un departamento en Belgrano. Me mudé en diciembre. María Elena no lo llegó a conocer.»

***

«‘Estos cabellos, madre/ dos a dos me los lleva el aire’. Tararear la vieja canción española, cuando el pelo se desprendía por mechones, era una de las tantas argucias humorísticas destinadas a enfrentar el paso por ese túnel al que Susan Sontag llamó el reino de los enfermos. Dolor, cáncer; médicos chambones y médicos sabios, ambulancias, quirófanos, tratamientos y mutilación, sólo atenuados por la constancia de los afectos, hasta entrever la luz de salida, aceptar y sobrevivir», se lee en Retrato (s) de una artista libre. Era 1981, cuando a María Elena Walsh le diagnosticaron cáncer óseo. «Fueron dos años de quimioterapia -recuerda-. Pero cuando estuvo bien, empezamos a viajar. Europa, Nueva York. Yo tenía un lema: ‘María Elena, el Tercer Mundo no es para gente de la tercera edad, lo nuestro es el Primer Mundo’».

En 1985, por «diferencias intelectuales», ella y Alicia D’Amico decidieron separarse y Sara compró este departamento donde, desde entonces, funciona La Azotea. Ese mismo año, en el pasadizo que une el Teatro General San Martín con el Centro Cultural del mismo nombre, creó una fotogalería en la que, durante más de una década, montó ciento sesenta muestras de fotógrafos locales y extranjeros. En 1997 renunció y empezó a formar la Primera Colección de Fotografía de Patrimonio Nacional para el Museo Nacional de Bellas Artes.

***

«La primera vez que me encontré con Sara fue en 1987. Había ido a verla con mi serie sobre el Hospital Infanto-Juvenil. En ese momento mucho no se entusiasmó, pero al poco tiempo me invitó a fotografiar el teatro San Martín (inauguraba todos los años la temporada en la Fotogalería con una muestra colectiva sobre el teatro). […] Luego mostré en la Fotogalería Madres adolescentes y Mujeres presas, que había hecho con el apoyo de la beca Hasselblad, a la que ella me presentó. Tengo su imagen mientras enmarcábamos las fotos de las presas, un sofocante día de noviembre. Apasionada, trabajando con frenesí a pesar del intenso calor […]. Más allá de lo difícil que pueda ser a veces la relación con ella, Sara abre, une, tiende redes. Hemos pasado por momentos de distancia y enojos, pero prevalecen el cariño y la gratitud. No es casual que hayamos hecho juntas el libro de madres e hijas. Quizás algo de la relación madre-hija se juegue en nuestro vínculo, con toda su complejidad», escribe Adriana Lestido, fotógrafa argentina, cuando se le pide que hable de su relación con Sara Facio.

***

-Perdón, Sara, vino el señor con los DVD- avisa, asomándose, Mariana Facio.

-Ah, decile si me puede esperar cinco minutos.

Mariana cierra la puerta, Sara explica.

-Tengo el programa La Cigarra, que hacía María Elena, todo grabado. Y debo ser la única que lo tiene porque en la televisión lo borraron. Está en VHS y lo quiero pasar a DVD, pero me cobran carísimo.

-¿María Elena preservaba esas cosas?

-No, quería tirar todo. Yo traía todo al departamento que está al lado.

Cinco años atrás, María Elena Walsh compró el departamento contiguo a La Azotea con la idea de instalar allí su estudio. En 2005, durante el último viaje que hicieron a Europa, estaban pensando en cómo decorarlo.

***

En todos estos años Sara Facio publicó libros de retratos (Neruda en Isla Negra, Borges en Buenos Aires); escribió sobre fotografía (La fotografía en la Argentina. Desde 1840 hasta nuestros días, Leyendo fotos); montó una retrospectiva de su obra (Antológica 1960-2005, en 2008, en el espacio Imago) e hizo series como Actos de fe en Guatemala, De brujos y hechiceras, Metrópolis. En la serie Autopaisajes hay una foto: la pierna de una mujer se apoya indolente sobre una reposera en la playa. La lona de la reposera, azotada por el viento, se alza en una comba que resulta, a la vez, dolorosa y grácil como una espalda que se quiebra. Se ve la arena, el mar. El resto es cielo. La felicidad ocurre fuera de cuadro.

***

Lo que sigue fue rápido. Era noviembre de 2005. Llevaban treinta años juntas. Sara Facio y María Elena Walsh estaban en París, en el Louvre. Sara iba cargada de libros, tropezó, se cayó, se quebró las dos muñecas. «En el avión veníamos María Elena con bastones, y yo con las dos manos enyesadas -recuerda-. Parecíamos una película cómica. Al mes, para Navidad, María Elena ya no se pudo sentar a la mesa porque empezó a fracturarse vértebras, tres o cuatro, de forma espontánea. No era cáncer, era debilidad ósea por una osteoporosis muy avanzada. Cinco años estuvo así. En cama, con mucho dolor. Delante de mí disimulaba, pero la gente que la cuidaba me contaba: ‘Ayer se quejó mucho’. Había gente que no lo aguantaba, empezando por la gente de servicio, que me decía: ‘No, yo no la puedo ver así’ y me largaban en banda. Pasa en la familia. Cuando mi mamá se enfermó, mi hermano no quiso verla porque le hacía mal. Vos viste que los varones son muy sensibles.»

En su libro Fantasmas en el parque (Alfaguara, 2008), María Elena Walsh escribió: «Sara no tiene nada de hermana. Es mi gran amor que no se desgasta, sino que se convierte en perfecta compañía. A veces la obligué a oficiar de madre, pero no por mi voluntad sino por algunos percances que atravesé de los que otra persona hubiera huido, incluida yo. Pero ella se convirtió en santa Sarita».

***

«Cuando yo empecé a hacer fotos -le decía Sara Facio a María Moreno en una entrevista recogida en el libro Vida de vivos (Sudamericana, 2002)- todas las funciones del Colón eran de gala, y los fotógrafos tenían que ir de esmoquin y, si era una fotógrafa, de largo […]. Hoy te avergüenza ver en una reunión de cancilleres en un hotel cinco estrellas a un grupo de zaparrastrosos que son los fotógrafos […]. Creen que están en Sierra Maestra con el Che, pero no, están en el lobby del Sheraton.» En la misma entrevista daba una fórmula para lograr una foto digna de museo: «Hacés una foto grande del mar. A eso le agregás lengüitas de lobos marinos, rociás todo con esperma de ballena y la colgás. ¿No es una foto bárbara?». Por frases como ésas, muchos de sus colegas la cuestionan, la repudian. Ella dice: «En muchos lugares soy persona no grata. Reseñan muestras donde hay fotos mías, pero no me nombran. Una opinión no te la pueden censurar, te la tienen que rebatir. Un intelectual sin sentido crítico no es un intelectual. Es un adulador».

-¿Acá tenés el laboratorio?

-Tenía. Cuando hacía fotos. Ya no hago más.

-¿Desde cuándo?

-Desde que me rompí las dos muñecas. Y después se enfermó María Elena. Pero también por el cambio tecnológico. Me preguntan: «¿Cómo no sacás fotos digitales» y yo contesto: «Porque tendría que aprender. ¿Qué querés, que saque los bodrios que saca todo el mundo?». No tengo ganas de aprender la técnica a los casi 80 años. Tengo muchas cosas que hacer y poco tiempo.

-¿Le contaste a María Elena que ibas a dejar?

-Sí. Dijo que estaba bien. Ella había anunciado en 1978 que no iba a pisar nunca más un escenario y nunca más lo pisó. «Nosotras somos como Greta Garbo: decimos basta y basta», repetía. Yo hoy no tengo ninguna temática que me incite a hacer fotografía. No tengo inspiración. ¿Y hacer lo que me pide un galerista? No. Un galerista te obliga a hacer dos o tres copias de tu foto y adiós, y la fotografía es para que se reproduzca al infinito. Eso no es fotografía, eso es trabajar para un mercado.

***

En el departamento que compró María Elena Walsh, unido a La Azotea por un pasillo, Sara Facio ha enmarcado diplomas, discos de oro, dibujos de y para firmados por Hermenegildo Sábat, Quino, Guillermo Roux.

-El disco de oro lo quería tirar. Éste es el premio Hans Christian Andersen, que María Elena ganó en 1994. También lo quería tirar. Mirá, Manuelita en vietnamita. Quería tirar todo. Las Manuelitas que le regalaban, las notas. Yo traía cosas y ella se reía: «Ya te lo llevás al museo». Ahora acá quiero hacer la Fundación María Elena Walsh, dedicada a promover proyectos culturales entre niños y jóvenes.

En dos cajas de madera guarda tortugas de metal, de malaquita, de marfil, de bronce, de cartón.

-¿No son una divinura? Yo no soy aferrada y María Elena era igual, pero peor. En la época del corralito le afanaron toda la plata del banco. Yo hice juicio, pero María Elena dijo: «No, yo recupero lo que me dé el banco y no pienso más en esto, voy a trabajar». Hizo la película Manuelita, ganó muchísimo dinero, y el libro Hotel Pioho’s Palace. Ella tenía más entradas que yo, por supuesto.

-¿Y eso nunca fue un problema entre ustedes?

-No, jamás. Al contrario, pienso que ganaba más porque merecía más que yo.

-¿Por qué?

-Porque lo que hacía era mucho más. De talento, de repercusión. Era lógico que ganara más que yo. Si vos estás casada con un Beatle, ¿no es lógico que gane más que vos?

***

«Sara es una pionera. Los viajes que hizo hace más de cuarenta años para retratar escritores en ese momento poco conocidos, los libros maravillosos como Humanario y Buenos Aires, Buenos Aires, el mejor registro que existe de la llegada de Perón y de su muerte, la creación de la primera editorial fotográfica en la Argentina, la primera galería dedicada a la fotografía, la ayuda a tantos fotógrafos para que levantaran vuelo. Los conflictos que pudo haber generado con sus opiniones son tonterías. El tiempo pondrá las cosas en su lugar. Sara ama la fotografía y le dedica su vida. Abrió caminos. Eso es lo que importa y lo que seguramente se sentirá cada vez más: la vida que hay en toda su obra», escribe Adriana Lestido.

***

La casa donde vive Sara Facio es un departamento en un piso alto, sobre la avenida Scalabrini Ortiz, que a María Elena Walsh le parecía «demasiado».

-Pero yo le dije: «Son los mismos ambientes que ya tenemos, sólo que más grandes».

En el living hay butacas, un equipo de música, un sofá color granate: prolijidad sin aspavientos. Una de varias bibliotecas guarda libros de Anne Sexton, Ezra Pound, Sylvia Plath.

-Es la biblioteca de poesía María Elena. No me desprendí de libros. De ropa, sí. Y de remedios. Llevé tres cajas al hospital Fernández.

Aquí y allá hay fotos, pocas: de su cumpleaños anterior, del último de María Elena, de María Elena con un bebé.

-Es su único ahijado. El hijito de la peluquera.

Es probable, dice después, que en un rato lleguen plomeros. Por culpa de una filtración hace días que está sin agua en la cocina.

-Estoy conociendo todos los restaurantes del barrio. Ayer fui a comer sushi. A María Elena no le gustaba, entonces, cuando venía alguna amiga, yo aprovechaba. Pero era una estupenda compañera. Salvo en el sushi. Y los teatros.

-¿Por?

-Porque siempre se quiere ir antes. Es impaciente.

-¿Y en el cine?

-Iba porque a mí me gusta con locura, pero al Patio Bullrich, porque entonces se iba en la mitad de la película a Yenny a ver libros.

Son las doce cuando suena el timbre y Sara se levanta a atender. Vuelve y anuncia: «Son los plomeros. Vení».

En la cocina hay dos hombres, uno acostado en el suelo, otro mirando la mesada de mármol como si esperara un mensaje del más allá. «Mire que no hace falta que saque el mueble -advierte Sara-. Si usted saca esa tapa de aluminio, sale todo.» El plomero mira en silencio la mesada de mármol, la tapa de aluminio. Sara dice: «Bueno», y dice «Vení». En el living muestra un folleto de Ediciones Larivière en el que se anuncia una antología de sus fotos.

-Ése es uno de los dos proyectos que tengo. El otro es hacer una edición en La Azotea con una gran colección de fotografías de fotógrafos argentinos que yo guardo. La idea es dejar las cosas preparadas para cuando no esté.

-¿Hace mucho que empezaste a pensar en eso?

-La verdad que desde que me lastimé, y desde que se enfermó María Elena, estoy pensando mucho en que yo también me voy a ir. Voy a cumplir siete nueve. Es mucho tiempo.

-¿María Elena dejó todo ordenado?

-Sí, porque una de las cosas por las que no se quería ir María Elena era por los problemas que iba a tener yo. Según ella, iba a empezar a aparecer todo tipo de gente a reclamar cosas. Y es verdad, porque ya empezaron.

Desde la cocina se escucha un gemido: «Señora». Sara se levanta. Va a la cocina y regresa feliz. En la cocina, los plomeros han retirado parte del mueble sin necesidad de romper la mesada. «¿Vio que le dije que salía? Si está hecho para eso. Bueno. ¿Cuándo viene y a qué hora?». Uno de los plomeros responde: «Mañana», ella dice: «Después de las diez». Ellos no contestan nada y se van. En el living hay agua tónica, un plato con bocaditos, una gata llamada Nefertiti que se ensaña con el respaldo del sofá granate.

-Titi, ¿qué hace? María Elena decía que a los gatos hay que ponerles nombres con I, porque la I es un sonido que ellos escuchan.

-¿Se llevaba bien con tus sobrinas?

-Sí. De lejos, ¿eh? Mucha distancia. Pero la querían mucho. Mariana estuvo con María Elena… creo que fue la última que la vio viva. Porque yo me fui. Cuando vi que se iba, no quise verla más y se quedó Mariana, no sé, una, dos horas.

***

«Falleció de mi mano -cuenta Mariana Facio-. La noche anterior me acerqué a acomodarle la cabeza. Ella me dijo: ‘Amorcito mío, aquí estamos’. Me apretó la mano y lloró. Entonces yo le dije que tenía que descansar, que estábamos todas con ella. Éramos un grupito. Sara y tres chicas más. Ella las llamaba el petit comité. Al otro día ya se despertó mal. Vino la médica y me dijo ‘Se está yendo’. Así que me quedé ahí, agarrándole la mano. Yo había combinado que Sara se fuera al estudio y que yo llamaría a una de las chicas del petit comité para que le avisara. Al final, cuando pasó todo, Sara vino y yo le dije: ‘No vas a entrar, ¿no?’. Quería que se quedara con la imagen de María Elena despierta. Y ella no la quiso ver. Yo creo que en esto Sara no tiene egoísmo. Que tiene más piedad por María Elena que por ella misma. Que sabe que María Elena está mejor así.»

***

María Elena Walsh murió el 10 de enero de 2011 en el Sanatorio de la Trinidad. Cuando habla de ese momento, Sara Facio usa frases elípticas, como «Cuando María Elena se fue» o «Cuando pasó lo de María Elena». Aunque el petit comité había preparado una estrategia suave, ella terminó enterándose por un médico que recibió el aviso desde la clínica y la llamó para darle el pésame. Al escucharlo, Sara preguntó: «¿Qué me está diciendo?».

-Me habían advertido que ella no podía estar mucho tiempo así. Pero se ve que yo no lo quería entender.

La gata trepa sobre el respaldo del sofá granate, clava las uñas.

-Y bueno.

Zimbabue

Publicado: 5 julio 2010 en Leila Guerriero
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Cuando el primero de sus hijos murió, MaNgwengya ya vivía en Nkunzi, cerca de Tsholotsho, en el oeste de Zimbabue, a la vera de un camino de árboles espinosos y bajo un cielo de reptiles. La vida siempre había sido eso que llaman una vida dura: acarrear agua, confiar en las esquivas lluvias, comer maní tostado como toda cena. Por eso, cuando el primero de sus hijos murió, MaNgwengya lloró mucho, pero no vio en eso un tarascón de la desgracia: porque esas cosas pasan en las vidas duras. Lo enterró a metros de su casa, en el mismo sitio en que había enterrado a su marido: bajo un monte de espinos y eucaliptos, bajo la tierra, bajo un túmulo de piedras que los vecinos le ayudaron a acarrear. Cuando el segundo de sus hijos murió, MaNgwengya lloró mucho, pero volvió a pensar que esas cosas pasan en las vidas duras y lo enterró a metros de su casa, bajo el monte de espinos y eucaliptos, bajo la tierra, bajo un túmulo de piedras que los vecinos le ayudaron a acarrear. Cuando el tercero de sus hijos murió, MaNgwengya lloró mucho, lo enterró a metros de su casa, bajo el monte de espinos y eucaliptos, bajo la tierra, bajo un túmulo de piedras que los vecinos le ayudaron a acarrear. Cuando la cuarta de sus hijas murió, en 2010, ManGwenya se dijo que ya no tenía nada que perder porque todos los nacidos de su vientre estaban muertos. Pero después supo que la única sobreviviente a esa masacre, su nieta Nkaniyso, de 17 años, portaba el mismo mal que había aniquilado a su simiente: un virus del género lentivirus que mata, en su país, a 2.500 personas al mes.

***

Zimbabue es un país cuya historia sería otra si en 1870 un inglés llamado Cecil Rhodes no hubiera enfermado de los pulmones y viajado, para buscar reposo y cura, a la granja algodonera de su hermano, en África del Sur, y no hubiera comenzado, una vez repuesto, a explotar minas de diamantes ni formado el territorio llamado, en honor a sí mismo, Rodesia, una de cuyas regiones -Rodesia del Sur- sería gobernada por Ian Douglas Smith, un africano de ascendencia inglesa que fue, hasta 1979, primer ministro de ese lugar donde blancos y negros no podían ir a los mismos baños ni subir a los mismos ascensores. La independencia llegó en abril de 1980, después de una guerra de guerrillas, y uno de sus líderes, Robert Mugabe, al frente del partido Unión Nacional Africana de Zimbabue-Frente Patriótico (ZANU-PF), asumió el poder en 1982 con un discurso inclusivo, antirracista y conciliatorio, mentó al país Zimbabue y fue, hasta los primeros noventa, líder de una nación que tenía los mejores hospitales, las más asfaltadas carreteras y el más alto grado de alfabetización de toda África. Se exportaba café y tabaco, la esperanza de vida superaba los 60 años y turistas del mundo llegaban para conocer ese lugar de clima perfecto y bellas ciudades donde podían acceder a parques nacionales y a las cataratas Victoria. En 1981, la Universidad Howard, de Washington, le dio a Mugabe el Premio Internacional de Derechos Humanos, y en 1988 la ONU lo premió por su lucha contra el hambre.

***

En 2010, el aeropuerto internacional de Bulawayo, la segunda ciudad de Zimbabue después de Harare, la capital, es un galpón de chapa, dos oficiales de inmigración y una ventana donde se paga la visa: 70 si se es ciudadano de la Commonwealth -de la que Zimbabue se desvinculó en protesta por las sanciones que le impusieron los países que lo forman- y 30 si se es ciudadano del resto del mundo. Por lo demás, no hay mucho: un bar que nadie atiende; un retrato de Robert Mugabe con sonrisa y traje oscuro. Una placa asegura que el aeropuerto se construyó en 1959 y es probable que no haya cambiado mucho desde entonces. Pero otras cosas sí cambiaron. Hoy el 90% de los 12 millones de habitantes de Zimbabue no tiene empleo, el 80% no tiene qué comer y el 20% lleva en la sangre ese virus que mata, en el país, a 2.500 personas al mes: el VIH.

Robert Mugabe -un hombre de la etnia shona en un sitio donde todo se divide entre shonas y ndebeles- lanzó en 1993 una reforma agraria para que las tierras fértiles, que pertenecían a unos 4.500 granjeros blancos, se redistribuyeran entre el campesinado pobre. La expropiación quedó a cargo de veteranos de guerra, fue tan delicada como el apodo de uno de ellos -Hitler-, y las propiedades no terminaron en manos de campesinos pobres, sino en las de ministros del Gobierno. Con la producción del agro en caída libre, en 1998 Mugabe envió tropas para apoyar a Laurent Kabila en el Congo. El envío le costó un millón de dólares al mes y algunas otras cosas: protestas sociales y el brote de una oposición fuerte, el Movimiento por el Cambio Democrático (MDC), liderado por el sindicalista Morgan Tsvangirai. La historia es enredada, pero siguieron a eso elecciones fraudulentas, secuestros de partidarios del MDC, y Zimbabue devino en un infierno para opositores, líderes sindicales o periodistas. La expectativa de vida, que era de 62 años en 1990, bajó a 37 en 2007. La mortalidad materna, que era de 136 por 100.000 en 1992, subió a 725 por 100.000 en 2007. En 2008, la inflación era del 98% al día, y la desocupación, del 90%. En medio de eso, Mugabe aceptó formar un gobierno de unidad con el hombre al que había perseguido tanto, Morgan Tsvangirai. Así, desde principios de 2009, él es presidente, y Tsvangirai, primer ministro. En febrero del año pasado, Mugabe hizo dos cosas: celebró su cumpleaños número 85 -con una fiesta en la que, según The Times, se consumieron 3.000 patos, 7.500 langostas y 2.000 botellas de champán- y adoptó una política de moneda múltiple. El dólar de Zimbabue desapareció, y desde entonces sólo se aceptan el rand, el dólar americano y las pulas de Botsuana. Así, uno de los lugares más pobres de la Tierra es también un lugar carísimo: el ingreso anual por cabeza es de 340 dólares, aunque la cesta básica de alimentos para una familia de seis tiene un coste de 500 dólares. Al mes.

***

La ruta desde el aeropuerto hasta Bulawayo tiene pozos, pocas casas, menos autos y un cartel gigante: «Circuncisión masculina: una de las protecciones más efectivas contra el VIH». Después del cartel está la ciudad. Es baja, descascarada, extrañamente silenciosa. A veces hay agua, a veces hay electricidad, a veces los teléfonos funcionan y hay dos tipos de tiendas: cerradas y abandonadas, o abiertas pero vacías.

Médicos Sin Fronteras tiene oficinas lejos del centro, en una zona perfectamente resguardada con perfectos rollos de alambres de púas y perfectas alarmas. Allí, Carlos Carbonell, ecuatoriano e integrante de la misión de MSF en Bulawayo, donde la ONG trabaja en un proyecto de VIH, dice que Zimbabue es uno de los países con más alta prevalencia del mundo y que los hospitales de la ciudad están colapsados: que solo en el Mpilo Oi atienden a más de 3.500 chicos infectados -y 4.000 adultos- y llegan cinco chicos nuevos al día. Que en una población de 734.000 personas hay 32.000 con VIH, y que en algunas clínicas la lista de espera para el acceso al tratamiento con antirretrovirales -la terapia que desde 1996 permite hablar de cronificación de la enfermedad- es de un año. Y que, así y todo, ahora están mejor porque la prevalencia en los noventa era del 33%.

«De todos modos, la prevalencia es altísima, entre el 18% y 20%. Hay niños criados por personas que no son sus padres, y esos niños no van a la escuela, no tienen alimentos, y el contexto sexual es complejo. Está arraigada la idea de que un hombre infectado de VIH se cura teniendo sexo con una virgen o con un niño. Es una conducta usual. Por otra parte, la prevalencia en las embarazadas es muy alta, del 30%, y el contagio de madres a hijos, también».

La explicación es simple: según la Unicef, los recién nacidos amamantados por madres infectadas tienen entre un 10% y un 20% de probabilidades de contraer el virus, de modo que una forma eficaz de prevenir sería no amamantar. Pero en Zimbabue no se desaconseja -no puede desaconsejarse- la lactancia materna.

«No hay ningún plan que sustituya a la leche materna. Entonces, si no lo amamantan, quizá el niño no adquiere el VIH, pero se muere por desnutrición».

Claro que, si la epidemia mató a muchos, también dejó su rastro en los que quedan: en el país hay 1,3 millones de huérfanos cuya orfandad es gentileza del VIH.

***

En el Unity Village de Bulawayo hay poca gente, y los pocos que hay son vendedores: nadie compra. El Unity Village es un predio cerrado, con varios puestos que venden zapatos y ropa. Los vestidos cuestan 50 dólares; las botas, 40: el ingreso mensual de una familia afortunada. El Unity Village es el resultado de algo que en 2005 llevó a cabo el presidente Mugabe bajo el nombre de Operación Murambatsvina, una palabra shona que significa «sacar la basura» y que consistió en derrumbar las casas y los puestos de ventas de 700.000 negros pobres en todo el país. La excusa fue ordenar el comercio informal y la promesa de construir 1,2 millones de viviendas. Se construyeron sólo 3.325, y Amnistía Internacional denunció en mayo pasado que la gente desplazada continúa viviendo en campamentos sin agua, cloacas ni electricidad. Pero a algunos comerciantes les fue bien y los encerraron en sitios como el Unity Village, donde los pobres venden cosas para pobres que los pobres no pueden comprar.

La cama ocupa casi toda la casa, y la casa es una habitación de tres metros por tres, con un televisor, una radio reloj, un potus, una repisa con cacerolas. Lesley Moyo tiene 44 años y vive ahí con tres hijos y una cuñada que tose. Sentada al borde de la cama en la que duermen todos -ella, los tres hijos, la cuñada-, acaricia la cabeza de Nkulumane, su hija de 12 años.

«Mi marido murió hace seis años, de VIH. En 2008 yo me hice el test y dio positivo. Y mis dos hijos chicos también dieron positivo. Ahora estamos tomando antirretrovirales. Los dan gratis, en el hospital, pero el día que tengo que ir a buscar los medicamentos es un día de trabajo perdido. Igual ahora lo que más me preocupa son las enfermedades oportunistas. Ahora ella tiene un hongo, ¿ve?».

En la cabeza de Nkulumane se ve un hongo grande y saludable.

-El médico me hace una receta, pero yo no puedo comprar el medicamento.

-¿Y qué haces?

-Nada. Espero que se le pase.

Nkulumane tiene un hermano de 16 años que, desde que sabe que ella y su otro hermano están infectados, les dice «Sidosos, tendrían que estar muertos». Nkulumane parece estar de acuerdo porque escribió en su cuaderno del colegio: «Mejor me muero como mi papá».

La cuñada, ahora, tose. Acaba de enterarse de que tiene VIH, pero la tos, dice, es por la tuberculosis.

«Humutso es muy disciplinada, toma su medicación por la mañana y por la tarde. Y tiene tantos muñecos… ¿No quieres mostrar tus muñecos a nuestros invitados?».

***

Mariam Pita usa falda celeste, camisa blanca. Su nieta Humutso, de nueve años, lleva un vestido a cuadros verdes y va al rape. Viven en un barrio de casas con jardines al frente y buzones para la correspondencia, y cuyas calles de tierra parecen bombardeadas. Mariam Pita fue maestra toda su vida y vino desde Qwanda, una zona rural, a esta casa donde vivió con su único hijo, Thabani Nkada.

«Mi marido peleó en la guerra de la liberación. Cuando dos elefantes se embisten, siempre hay alguien que sale lastimado y los civiles estábamos entre dos fuegos. Él se fue, hizo su vida, y yo decidí venir a Bulawayo con mi hijo. Ahora tengo 74 años, y vivo de mi jubilación. Son 56 dólares, y sólo de electricidad pago 48. De todos modos cortan la luz ocho horas al día».

Hace muchos años, el hijo de Mariam se mudó a Harare, donde conoció a una mujer y tuvo un empleo -técnico en un estudio de radio- y una hija: Humutso.

«Pero Humutso tenía dos años cuando su madre murió. Apenas un año después enfermó mi hijo. No sé si él creía que se iba a morir, porque les decía a sus amigos: ‘Recen por mí, para que tenga una vida larga’. Yo lo cuidé mucho. Cuando murió le cerré los ojos, le puse las manos a los lados del cuerpo. Después vino alguien. Un doctor. O una enfermera, no recuerdo. Y dijo la hora de la muerte».

Mariam tuvo que esperar cuatro días para enterrarlo, porque eso no cuesta menos de 100 o 200 dólares y hay que tener paciencia hasta juntar la plata.

«Nos ayudamos entre los vecinos. Nos hacemos donaciones. ¿Quiere ver el certificado de defunción?».

El certificado dice: Thabani Nkada. Cédula de identidad: 63432292S28. Sexo: masculino. Edad: 42 años. Nacido en: Zimbabue. Fecha de la muerte: 19 de julio de 2003. Lugar de cremación: Ezigodine. Causa de la muerte: diabetes melitus. Duración de la última enfermedad conocida: dos meses.

***

En todas las casas, en todas las historias, solo hay mujeres. Los hombres están en los relatos, o en las fotos que a veces los recuerdan. Todos los hombres que hubo alguna vez han muerto.

Margaritte Moyo cría a ocho nietos: siete de una hija que se los dejó para casarse con alguien que no quería tanta cría, y uno de otra que murió de VIH. Ese chico se llama Ayanda Moyo, tiene cuatro años, VIH, parálisis, retraso del crecimiento y está sentado en una silla a la entrada del rancho sin luz en el que viven. Es el atardecer, medio del campo, y el chico grita de felicidad intentando cazar un rayo de sol con las manos deformadas por nudos de carne en los nudillos.

«Es que camina con las manos», dice Margaritte Moyo.

Alleta Mhalansa, de 21 años, es una de sus nietas mayores: «Yo quiero estudiar trabajo social en la universidad. Primero tengo que terminar el colegio. Es difícil, porque tardo una hora caminando para ir y volver. Y como no tenemos electricidad, no se puede estudiar más allá de la caída del sol.

-¿A tu madre la ves?

-No. No sé dónde está. Mi abuela me dice que no cometa los errores de mi madre, que no me case joven, que primero viene la educación y después todo lo demás. Aquí en Zimbabue todo es duro. No tenemos ninguna fuente de ingresos. La única que traía dinero era mi tía, Rose Mayo. Se murió acá, en esta casa. Yo la adoraba. Hasta el último momento, ella iba a la frontera con Sudáfrica, compraba cosas y las vendía. Por eso quiero irme a Inglaterra. No es que yo odie este país. Pero aquí puedes buscar trabajo durante años y no conseguirlo nunca.

-¿Ustedes de qué viven?

-Mi abuela vende tomates y trae unos 30 rands a la semana. Si a ella le pasa algo, tendré que trabajar yo. No es justo, porque no podría ir a la universidad, pero jamás abandonaría a mi familia. Por eso yo odio el VIH. Por lo que nos hizo.

***

Afuera el sol cae con toda pompa y deja una estela de luz tierna y sucia. El camino de regreso a Bulawayo es lento. No hay electricidad y la ruta está inundada por un ejército de gente que camina, mansa, como si no hubiera rumbo, o como si no importara.

-Querida, ya estoy vieja. Solo salir de la cama me toma diez minutos cada mañana.

Katherine Carter se ríe y se tapa la cara con las manos como si tuviera 15, pero tiene 67. En la sala de su casa, una lámina reza «Jesucristo, el Pacificador», y otra dice «Stop al sida».

-Mi marido murió en 1985. De cáncer. Y nunca más pensé en estar con un hombre. Por un lado es mejor estar sola. No es bueno decirlo, pero si yo hubiera estado con mi marido, mucha de la ayuda que recibí no la habría tenido. Y además, él tuvo la suerte de no ver morir a nuestros hijos. Todos mis hijos están muertos por VIH. Eran tres. El último murió en 2009, y yo crío a mis tres nietos. El único que está infectado es él, Tatenda, que tiene 11.

Tatenda, a su lado, mastica maníes, y no dice nada.

-Yo me despierto a las cuatro y media, rezo y me voy a vender maníes, a un rand la bolsa, hasta las cinco de la tarde. Camino tres horas, todos los días, para ir y venir del mercado.

-¿Cuántas bolsas vende?

-Poco, muy poco. A veces viene la policía, porque no se puede vender en la calle, y nos llevan detenidos hasta que uno les da el dinero y lo dejan ir.

-¿Qué dice cuando reza?

-Le hablo a Dios, le digo que todo mi sustento viene de Él. Pero me preocupa el futuro de Tatenda. Si yo falto, quién lo va a llevar a buscar su tratamiento. Pero Dios sabe por qué hace las cosas. Ojalá Tatenda pueda ser piloto de avión. Y vuele alto, y se vaya lejos.

-¿Dónde?

-Lejos de Zimbabue. A cualquier lugar elegido por Dios.

***

La mujer tiene una camisa blanca, un suéter rosa y uno de esos postizos de pelo de plástico que son el lujo imperial de las cabezas africanas. Se llama Simdiso P. Dube y es la coordinadora del área urbana del Simbabene AIDS Programme, un programa de la archidiócesis de Bulawayo que da apoyo psicológico y educación a los niños y adolescentes huérfanos, con hincapié en los cambios necesarios en la conducta sexual para prevenir el contagio de VIH.

-Hay anuncios que promueven la circuncisión como método de prevención. ¿No sería más efectiva la promoción del uso de condones?

La mujer dice que ellos son cristianos, y que por tanto están agresivamente en contra de los condones. No dice nada acerca de estar agresivamente a favor de la circuncisión.

-Nuestro plan es ABC, que sería abstente, be faithful (sé fiel), condón. Si fallas en las dos primeras, usa condón.

-Entonces, ¿qué métodos de prevención les enseñan a los adolescentes?

-Promovemos A y B: abstenerse y ser fieles. En realidad, tratamos de promover sobre todo A, hasta que se casen.

El programa se ocupa, sólo en Bulawayo, de 18.000 huérfanos niños y adolescentes. En la pared de la sala hay una lámina que dice: «La comida saludable es una combinación de todos estos grupos: aceite de cocina, manteca, miel, espinacas, zanahorias, bananas, lechugas, mango, maíz, batata, pan, carne, pescado». No usen condones. Coman saludable. Dos formas del sarcasmo, o una falta absoluta de fe en las evidencias.

En el orfanato de Bulawayo hay 52 huérfanos. Ocho tienen VIH. Había nueve, pero uno se murió en abril. Los cuartos tienen piso de cemento, camas marineras, rejas en las ventanas, armarios con pocas cosas. El comedor está vacío, excepto por un varón de 15: «Llegué aquí a los 10 años. Mi padre murió y mi madre no sé dónde está. No tengo a nadie que se ocupe de mí. Aquí al menos me mandan al colegio y me dan de comer».

A 20 kilómetros de la ciudad hay un orfanato de animales. Se llama Chipangali y es una reserva privada. Los carteles advierten de que no es un zoológico, sino un santuario para huérfanos que no pueden ser devueltos a la naturaleza. En las jaulas, espaciosas, limpias, hay jabalíes, chacales, hienas, monos. El área de carnívoros está auspiciada por The Cattleman, un restaurante que, dice, basa su reputación en estupendos bifes. Sobre la foto de un cachorro de león, esta leyenda: «Querido visitante: ¿por qué no adoptar a uno de nuestros huerfanitos? Ellos necesitan nuestra ayuda». La adopción se basa en un aporte económico a distancia. Desde una placa de bronce, el Rotary Club se enorgullece de prestar apoyo al orfanato animal.

***

Marilyn Gibonda y Nozipho Mukabeta son amigas. Marilyn tiene 19 años, y Nozhipo, 17. Están sentadas en el patio del hospital Mpilo Oi. Es sábado, poco después del mediodía.

«Mi madre murió de VIH en 1999», dice Marilyn. «Vivo con mi abuela, mi tía y dos primas, y estoy bien porque estoy tomando el tratamiento, pero cuando llegué al hospital, en 2005, me estaba muriendo. Yo creo que no vamos a ver en muchos años una generación libre de VIH. Este país es muy difícil. La gente que tiene el virus necesita más comida. Y aquí no hay comida. La gente se muere de hambre».

Nozipho tiene tres hermanos, y uno de ellos vive en Inglaterra. Su padre también, pero no lo conoce.

-Vivo con mi madre, mi tía, mi abuela y dos primos. Estoy terminando el colegio secundario y después quisiera estudiar periodismo.

-Acá puede ser difícil ser periodista.

-Sí, pero, perdóname, yo de política no puedo hablar. Te puedo hablar de mi infancia. No disfruté mucho porque mi mamá enfermó cuando yo iba a tercer grado. Ella es seropositiva, y yo tenía que limpiar la casa, cuidarla. A los 11 años me hicieron el test. Me dio positivo, pero sólo a los 13 empecé a preguntarme si me iba a poder casar, tener hijos. Y traté de matarme. La primera vez tomé tres paquetes de tabletas de mi tratamiento. La segunda me arrojé bajo un auto, pero el auto frenó. El chófer se quedó como paralizado. Me miró y dijo: «Nena, la vida sigue, no se detiene». Y puso el auto en marcha y se fue. Fue tan increíble. Desde entonces no lo intenté más. Sé que Dios no quiere que me muera, por ahora. Yo tengo VIH por una muy buena razón. Algún día sabré por qué. Por eso, para mí lo peor del mundo no sería morirme. Sería perder a Dios. Sin Dios, esta sería una tierra de corazones rotos.

***

Nadie habla del presidente Mugabe, de la crisis de 2008, del porqué de la ausencia de blancos en las ciudades, de la toma de granjas, de la falta de luz y de alimentos. Un día, uno, generoso, anónimo, dice una cosa que podría ser también mentira: «Aquí nadie te va a hablar de eso. Cualquier desconocido, incluso un blanco, puede ser informante del Gobierno. Y si la policía se entera de que dijiste algo, te dispara sin preguntar».

La ruta a Tsholotsho, un poblado a tres horas de Bulawayo, es un hilo de cemento de dos metros de ancho, y eso quiere decir que es una ruta buena. Lo demás: monte, tierra roja, el cielo azul como si hiciera alarde. El pueblo tiene cuatro calles y algo que llaman ampulosamente el centro: tres supermercados, una tienda que vende frazadas, zapatillas.

La noche, aquí, cae hasta el centro de la Tierra. A un kilómetro del pueblo hay un bar de cervezas donde suelen juntarse los que pueden pagar una Lion más o menos fría. No son muchos. Hay olor a nafta, a sudor encebollado, a asfalto. El bar tiene un adentro impenetrable por el rugido de la música y un afuera de luz floja y bancos de madera. Un hombre tambaleante dice: disculpe, ¿le puedo hacer una pregunta?

-Claro.

-Mi mujer tiene VIH y tenemos un hijo de un año y cinco meses también infectado, pero yo no, y quiero tener otro hijo. ¿Cómo hago para que mi hijo no nazca con VIH?

El hombre está borracho hasta las muelas, pero pregunta como quien de verdad quiere saber. Su mundo es esto: el bar, una letrina de aromas incendiarios, su cerveza, su mujer, su niño enfermo. Y esas ganas, nada vulgares, de seguir.

Angeline Sibanda, de 33 años, vive en Jimila, cerca de Tsholotsho. Angeline, como casi todos, sólo habla ndebele y el traductor dice que Angeline dice que vivió en una familia poligámica y compartió marido con dos o tres mujeres, pero que un día el marido se murió y ella decidió cargar a sus cinco hijos y regresar a casa de su madre: a esta casa. Angeline tiene VIH, y Fortunate, su hija de 16, también, y nadie tiene en esta casa ningún ingreso, nadie va al colegio y nadie, excepto Angeline, sabe leer o escribir. Y sin embargo, si se le pregunta qué cosas la desvelan, el traductor dice que Angeline dice que no la desvela nada porque así está bien: tranquila. Y si se le pregunta si pensó alguna vez en buscar otro marido, el traductor dice que Angeline dice que no pensó porque así está bien: tranquila. Y si se le pregunta cómo se siente ahora que está tomando los antirretrovirales, el traductor dice que Angeline dice que ahora se siente bien: tranquila. Y cuando se le pregunta qué come, Angeline levanta el brazo con ostentación, despliega una sonrisa que es toda sarcasmo, y señala una parihuela de un metro por un metro donde una parva rubia y modesta de maíz se seca al sol y el traductor dice que Angeline dice esto: «Esa es la comida que tenemos para todo el año».

Y esa chispa de sarcasmo, ese gesto de finísima ironía, dejan claro que uno no entiende. Que uno no está entendiendo nada de todo esto.

***

Se acumulan: los kilómetros y los muertos. Jeannette Sibanda, viuda, sin ingresos, a cargo de su nieto Mandla, de cinco años, huérfano de ambos padres, seropositivo, en tratamiento. Enfari Makaza, de 79 años, viuda, pensionada, a cargo de su nieto Kowledge Tshuma, de 11 años, huérfano de madre, de padre desconocido, en tratamiento. Editha Phiri, de 45 años, viuda dos veces, vendedora de leña, seropositiva, en lista de espera por el tratamiento desde hace un año, a cargo de un sobrino huérfano y de dos hijos, uno de ellos -Robert, de siete años- seropositivo, en tratamiento. MaMoyo, viuda, sin ingresos, de edad desconocida, ocho hijos muertos, a cargo de tres nietos, uno de ellos -Mxolishi, de seis años- seropositivo, en tratamiento. Milandra Sithole, de 17 años, huérfana de madre, de padre desconocido, seropositiva, vive en un orfanato, en tratamiento. Dexter Tshawe, de 20 años, huérfano de madre, seropositivo, en tratamiento. Brian Nkomo, de 20 años, huérfano de padre, seropositivo, en tratamiento. Focus D. Dube, de 19 años, huérfano de madre, seropositivo, en tratamiento. Se acumulan: los kilómetros, los vivos y los muertos.

***

En el poblado de Nkunzi, a una hora y media de Tsholotsho, a la vera de un camino de árboles espinosos, bajo un cielo de reptiles, viven MaNgwengya y su nieta Nkaniyso, de 17 años que parecen nueve. Están sentadas sobre una estera, bajo un árbol. MaNgwenya mira la tierra yerma y dice que este año la cosecha fue mala porque no llovió y que habrá menos comida de la que usualmente hay. Por ahora comen tres veces al día, dos de ellas maní tostado. Nkaniyso vivía en Harare, pero cuando su madre enfermó vinieron aquí, a este sitio, donde no hay agua ni electricidad, pero donde al menos está la abuela.

-Mi madre murió el año pasado. Murió allí, en esa casita donde yo duermo ahora. Ella no quería que yo fuera a hacerme el test. Tenía miedo. Pero después, cuando dio positivo, no dijo nada. Antes de morirse me pidió que no deje de estudiar.

-¿Y estás estudiando?

-No. No tengo cómo pagar las cuotas. Quisiera estudiar y después irme a Sudáfrica, pero no quiero estar lejos de mi abuela. Soy su única nieta, su única ayuda. Todos los hijos de mi abuela están muertos. Eran cuatro. Todos se murieron de VIH y están enterrados acá.

MaNgwenya hace un gesto, dice algo. Se pone de pie, se interna por un sendero que avanza entre eucaliptos. Camina cien, doscientos metros. En un recodo se detiene y señala los túmulos sombríos. Los cuatro túmulos donde -bajo los árboles, bajo la tierra, bajo las piedras- yacen los huesos de aquellos que alguna vez parió.

Y eso es todo.

Todo lo demás es sol.

Tres años atrás, en su casa de Montevideo, Homero Alsina Thevenet —uruguayo, periodista, crítico de cine— sintió que se moría.

No fue una metáfora ni algo pasajero. La asfixia empezó en la cama y él, ciego de miedo, se arrastró hasta el living y encendió el nebulizador.

—Eran las tres de la mañana. Me recuerdo a mí mismo sentado acá, jadeando durante largo rato. Mascarilla, jadeo jadeo jadeo. Estaba completamente lúcido, y sabía que me estaba muriendo.

Ese día Homero Alsina Thevenet tenía 80 años, 65 de carrera periodística, era el crítico de cine más riguroso del Río de la Plata, la primera persona fuera de Suecia en descubrir que Ingmar Bergman era un genio, y el fundador del suplemento cultural más sólido —e improbable— del Río de la Plata.

Y esas eran algunas —sólo algunas— de todas las cosas que había hecho Homero Alsina Thevenet el día que se estaba muriendo.

De todas, fumar fue la única que casi lo mata.

***

Es una tarde helada en el barrio de Pocitos, Montevideo, capital de Uruguay. Al otro lado de la puerta de una casa —blanca, magra, una casa como cualquier otra— se escuchan pasos, cerrojos, llaves. La puerta se abre y se ve esto: un living, bibliotecas, una mesa redonda cubierta por un tapete verde, sillones y un hombre pequeño —bajo—, de pelo y bigote blancos, suéter y abrigo de lana, pantuflas.

—Bienvenida —dice Homero Alsina Thevenet, el hombre que hace tres años se moría—. Ya ni aquí se puede dejar la puerta abierta.

Sobre la mesa con tapete verde hay pocas cosas: tazas para el té, algunos libros, papeles.

—Preparé mi currículum y una bibliografía, así tenés datos precisos.

Datos, recalca Homero, precisos: más de veinte libros pu blicados (Censura y otras presiones sobre el cine, Listas negras en el cine), uno por publicarse en 2006 (Historias de películas, Buenos Aires, editorial Cuenco de Plata), dos en proyecto.

—Pero vení, sentate. Tomemos té. ¿Por dónde querés empezar? ¿En orden cronológico?

Tiene la voz que ha tenido siempre: hecha de ladridos, ronca.

***

Homero Alsina Thevenet nació el 6 de agosto de 1922 en Montevideo, hijo de Judith Thevenet —maestra— y de Eugenio Alsina —crítico teatral—, tercer vástago —y último— de una familia atravesada por sombra de muerte.

—Hubo un primer hijo que murió pequeño. Una enfermedad mal curada. Se llamaba Leopoldo. Fue terrible para mi madre. Después llegó una niña, Mireya. Después yo.

—¿Por qué te pusieron Homero?

—No sé. Mi padre se habrá querido hacer el intelectual.

Cuando el niño de nombre desmesurado tenía pocos meses, sus padres se separaron. Judith quedó sola con dos chicos, y entonces sí, las cosas se pusieron bravas.

—Aquí, en este terreno donde estamos ahora, mi madre hizo un ranchito, con su sueldo de maestra y mucho sacrificio. Nunca me morí de hambre, pero necesidades hubo, y envidia por la gente rica también. Siempre supe la diferencia entre lo que se puede y lo que no se puede. Toda la vida me impresionó una frase de Scott Fitzgerald, de un tipo pobre con la nariz apretada contra el vidrio, mirando la fiesta desde afuera. Nada. Mi vida era eso.

Y entonces, cuando su vida era eso —mirar desde afuera las fiestas ajenas, saber la diferencia entre lo que se puede y lo que no—, su padre, una bicicleta y una clavícula rota torcieron el destino y le dieron vocación. Le gusta contarlo así: que una noche de 1934, en Montevideo y alrededor de las siete de la tarde, hubo un apagón que duró horas. Que en la esquina de su casa una banda de chicos improvisó una fogata y él, once años, quiso estar. Que bailaba cual indio en torno al fuego cuando un ciclista lo atropelló y le hizo trizas la clavícula. Que siguieron 45 días de yeso, y un corset. Que su padre, por entonces funcionario de Espectáculos Públicos del Municipio, intentó aliviar la convalecencia regalándole un carnet de entrada libre para el cine del barrio: el Latino.

—Empecé a ir tres, cuatro, cinco veces por semana. Con el brazo así.

Así, dice, y se imita, niño endurecido por el yeso, entregado a la blanda oscuridad del teatro Latino.

—Desarrollé una gran capacidad para asimilar repartos de películas. Aún hoy veo películas viejas y puedo identificar a todos los actores secundarios.

Tenía 15 años, una adolescencia humilde, una madre maestra y era pésimo alumno del colegio secundario cuando, en 1937, se cruzó en la esquina exacta de 18 de Julio y Yi (la esquina exacta: no se olvidan los guiños del destino) con Arturo Despoeuy, una suerte de dandy intelectual, fundador de la revista Cine Radio Actualidad.

—Le hice un comentario elogioso de la revista, y me dijo que tenía que escribir ahí. Así empecé. Pero no puedo decir que eran mis crónicas porque era vapuleado por Despoeuy, con toda razón.

—¿No te sentías humillado?

—No. Sentía que tenía que mejorar.

Víctima voluntaria de maestro cruel, soportaba bien los embates del hombre que tachaba sus originales al grito de “¿Por qué decís esto, mocoso, si no sabés?”.

—Él tenía razón. Si tengo que reconocer una actitud mía es la autocrítica. Y si hay algo que debo decir sobre la crítica de cine, es que también es una autocrítica. Uno empieza viendo cine y creyendo en la verdad de lo que ve. Y de a poco empieza a desconfiar. A ver que las películas son más complicadas, que hay una historia detrás, que hay mentira, que hay censura.

Autodidacta profundo, y sin quejarse, en Cine Radio Actualidad Homero acusaba los golpes en silencio. Como un indio paciente volvía a su escritorio y ajustaba tuercas, podaba frases frondosas y se hacía, de a poco, fundamentalista de la precisión.

—A mí me ponen mal los errores, quizás como herencia de mi madre maestra. Porque un error hace desconfiar al lector. Dice: “si se equivoca en esto, qué me va a enseñar este tipo”. Ahora veo que se chequean datos por internet. Yo tengo un episodio con internet. Cuando apareció la película Titanic hice la nota, y yo tenía mi lista de películas sobre el Titanic, pero podía haber otras. Busqué en internet y en efecto aparecieorn otras. Y también aparecieron películas de menos. Hay una película que se llama A night to remember, del año 1958, y como la palabra Titanic no figura en el título, internet no la registra. En cambio me dio una que se llama Titanic Orgy: orgía titánica. Una película porno. Pero en 1937, cuando no había internet ni revistas importadas, para redactar la ficha técnica de una película me iba a la cabina de proyección y tomaba nota mirando la película a contraluz. Claro, todo ese trabajo me quitaba tiempo para el estudio. Fui pésimo alumno. Hice el secundario, pero abandoné el preparatorio de derecho.

—¿Por qué derecho?

—Porque derecho era casi clavado para alguien que se ocupaba de las letras. ¿Lo otro qué es, escribanía, notariado?

—No. Algo más afín con las humanidades. No sé… filosofía.

—Sabés que no. Le tengo desconfianza a la filosofía. Puro bla bla. Como el psicoanálisis. Los psicoanalistas inventan muchas cosas. Me recuerda aquella discusión del filósofo y el religioso en la cual el sacerdote dice que un filósofo le recuerda a un ciego en un cuarto oscuro buscando un gato negro que no está. Y el filósofo le replica: “Sí, pero usted lo habría encontrado”.

En 1939 un periodista uruguayo llamado Carlos Quijano fundó la revista Marcha, que sería uno de los semanarios de cultura y política más importantes de América Latina. Homero tenía 17 años, dos de experiencia laboral, una vida bohemia —lejos de casa, cerca de los bares, la noche, los amigos—, y se ofreció como voluntario en esa nueva publicación: lo hicieron corrector de galeras y él se hizo amigo del secretario de redacción, un hombre hosco que vivía al fondo del local donde funcionaba la revista: Juan Carlos Onetti.

—Vivía ahí, en una pieza donde se amontonaban el baño, la cocina, el cuarto y una mujer que no recuerdo. Íbamos a la barra del café Metro, una especie de peña literaria. Yo fui uno de los que llevó bajo el brazo su novela, El pozo, para venderla por unos céntimos. En 1943 me fui a Buenos Aires siguiendo a una chica que por suerte no me hizo caso, y allá estaba Onetti, que era el secretario de redacción de Reuters, y compartimos el alquiler en una pensión de una señora que no sé si era húngara o austríaca, pero tenía un tío que fumaba mucho, y la casa estaba todo el tiempo llena de humo.

—Pero vos fumabas.

—Sí.

—Y Onetti también.

—Por eso.

En 1944 Homero sufrió un neumotórax y tuvo que regresar a Montevideo. Allí, en 1945, se casó con Andrea Bea que sería la madre de Andrés. Andrés: el único —el único— hijo de Homero. Tres años después se divorciaron, y ella se casó con Jorge Onetti, hijo de Juan Carlos.

—Y acá viene la pregunta. Si yo me divorcio de una mujer, y esa mujer se casa con el hijo de Onetti, ¿qué vengo a ser yo de Onetti? La respuesta es: admirador.

Cuando Pablo Rocca, autor del libro El 45 (Ediciones Banda Oriental, 2004), le preguntó a Homero si él era el Bob del cuento “Bienvenido Bob” que Onetti le dedicó en 1944 (y que cuenta la transformación del joven e ilusionado Bob en el abyecto adulto Roberto), Homero respondió lo que sigue:

“—No creo. Alguna vez lo conversamos con Onetti. No tiene nada que ver, siempre tuvimos un vínculo muy cordial.

”—Sin embargo, llama la atencion que cuando apareció La vida breve (1950) usted escribió un largo artículo en Marcha en el que habla del agotamiento de la obra de Onetti.

”—Esa era mi visión de ese momento. Naturalmente, hoy no la mantengo.

”—Pero sí la mantenía en 1964, cuando en una contratapa de Marcha —que recoge comentarios sobre el texto a 25 años de su publicación— se muestra bastante escéptico con su obra.

”—¿De veras? No me acordaba”.

Esta tarde Homero elige recordar que, tiempo después, se cruzó con Onetti en un ómnibus y los dos, al mismo tiempo, gritaron: “La culpa es tuya”. Que se rieron, dice. Que no hay nada que agregar sobre el asunto.

***

Afuera es gris. Adentro caen las sombras de la tarde.

—¿Querés más té? Es de durazno.

Sobre la mesa con tapete verde hay un trozo de strudel, fotos y un libraco que emana un vapor dulzón: los ejemplares encuadernados de la revista Film, de la que Homero fue cofundador y codirector entre 1952 y 1955.

—Esto te va a sorprender —dice y abre el libro en la página que corresponde a un artículo suyo publicado en junio de 1953 en el que se lee: “No se sabe lo que Bergman piensa de su fama, pero se sabe que está preocupado de sí mismo, que le importan el bien y el mal, que es joven, que es talentoso, que sabe lo que es”.

—Es que en 1952 pasaron cosas —aclara, aunque su currículum (dos hojas escuetas, escritas con prosa de hueso y latigazos) no dice nada de esas cosas que pasaron: apenas reseña que, entre 1945 y 1952, trabajó en la revista Marcha a cargo de la página de espectáculos, y que luego pasó a la revista Film.

—En 1952 el director de Marcha se opuso a que la revista cubriera el Segundo Festival Internacional de Cine de Punta del Este porque consideraba que era un despilfarro para el país. Yo, en cambio, creía que era un evento de importancia fundamental. Entonces me fui de Marcha. El año anterior el festival se había hecho con apoyo estatal, pero ese año no tuvo ningún apoyo. Se hizo con el esfuerzo de embajadas y distribuidores privados y, por tanto, no hubo un jurado oficial, sino un jurado de la crítica en el que éramos once y del cual formé parte. Por supuesto, el pronunciamiento del jurado no era oficial, era doméstico, y se vieron varias películas, tales como Rashomón. Y se vio también Juventud divino tesoro, una de las primeras películas de Bergman que se presentaban en América Latina. Fue una revelación. Lo que vimos ahí no se podía hacer en teatro, ni en poesía, ni en literatura. Eso era cine puro.

Cine puro, ni teatro ni poesía, pero por esos años, en América Latina y el resto del mundo, Bergman era un absoluto desconocido: nadie, nada. En 1946 el estreno de su película Suplicio había pasado sin pena ni gloria por Buenos Aires, pero gracias a aquel espaldarazo en el Festival Internacional de Punta del Este, films como Puerto, Sed de pasiones y Noche de circo fueron estrenados con éxito en Uruguay y Argentina.

Mientras en Suecia un crítico de nombre Olof Lagercrantz escribía en el Dagens Nyheter acerca de Sonrisas de una noche de verano: “los elementos de esta comedia son la penosa fantasía de un jovencito con acné, los descarados sueños de un corazón inmaduro y un ilimitado desprecio por la labor artística y humana. Me avergüenzo de haberla visto”, en Uruguay Homero diría sobre Noche de circo (1953): “Este drama pesimista y patético se apoya en una de las más perfectas construcciones cinematográficas que Bergman haya logrado en su carrera.” En 1954, dos años después de cose char elogios en Uruguay, Juventud sería vapuleada en el Festival de Venecia y recién en 1956 Sonrisa de una noche de verano ganaría el premio a la mejor comedia en el festival de Cannes, sería exhibida en Francia y todos dirían, acerca de Bergman, oh.

—¿Los suecos se enteraron de tu descubrimiento?

—Se enteraron. Bergman nació en julio de 1918, y en 1998 estaba cumpliendo 80 años. Me llamaron de una radio de Estocolmo, de un programa en castellano, para preguntar qué tenía que decir de los 80 años de Bergman.

—¿Y Bergman sabe que fuiste el descubridor?

—Seguramente.

—Pero nunca tuviste relación con él.

—No. Ni debo. Porque todas esas relaciones entre críticos y obra son equívocas. Además, no fui solamente yo. Los miembros de aquel jurado éramos once.

Once, dice Homero, que cultiva con ímpetu su vicio de actor secundario: gente indispensable, pero gente discreta.

***

En 1954 Homero trabajaba en el diario El País, de Montevideo, que publicaba críticas de cine y teatro si había tiempo, lugar y ganas, y pensó que hacer de ese desorden un sistema podía traer beneficios a la única persona que, ya entonces, empezaba a importarle en la cadena alimenticia de los medios: el lector.

—Nos juntamos cuatro periodistas y propusimos hacer la página de espectáculos. Y la hicimos. Pero las crónicas de teatro eran muy largas, porque si tenían que comentar Seis personajes en buscar de autor, de Pirandello, primero el crítico tenía que explicar quién era Pirandello, después la obra, después la crítica. Entonces dije: “El día anterior publicamos quién es Pirandello y qué es esta obra. Al día siguiente damos la crítica”. Y fue tremendamente pedagógico. Un día nos llama el director del diario y nos dice: “Esa paginita que ustedes inventaron está muy bien, pero tiene un defecto: están comentando todo demasiado tarde, yo fui a ver la obra el martes y ustedes publicaron la crítica el jueves”. Y le dije: “Pero si estrenaron el martes no se puede publicar el miércoles”. Agarró el teléfono y le dijo al secretario de redacción: “Las notas de estrenos de teatro en espectáculos tienen el cierre abierto hasta la medianoche, orden de arriba”. Y ahí tuvimos que correr. El método era: estrena la obra, el crítico va, ve la obra, vuelve, escribe, se publica. Esa sección tuvo un éxito delirante. La gente se quedaba hasta las tres de la mañana esperando la crítica. Después, claro, nos copiaron todos.

Homero tenía 32 años cuando empezaba a ser un pedagogo irredimible y, quizás por lo mismo, un enemigo enérgico de la teoría del cine de autor impulsada por la revista Cahiers du Cinéma. Ya por entonces decía, a quien quisiera oírlo, que una película como Lo que el viento se llevó no podía atribuirse a un director llamado Victor Fleming, sino a un productor llamado David O. Selznick que lo había decidido todo, incluida la contratación y el despido de tres directores.

—El cine de autor es una falsedad con la cual los críticos se simplifican la vida. Una película de Bergman, de Orson Welles, de Chaplin, yo no me quejo. Pero contra eso hay 85% de directores mediocres que son esclavos de la empresa y tienen que obedecer órdenes, y no podés decir que una película es de ellos.

“[…] para entender el cine de Hitchcock con Selznick no alcanza con leer a Claude Chabrol, Eric Rohmer, François Truffaut y toda la colección de Cahiers du Cinéma —escribiría años después en un texto titulado “Alfred Hitchcock y David O. Selznick, cuentos de dos gigantes”, recogido en su libro Nuevas crónicas de cine (Ediciones de la Flor, 1999)—. Hay que empezar por leer sobre Selznick, que fue el responsable de toda decisión (…) A Hitchcock le encantaban la proezas, los trucos y los enfoques originales, como filmar toda una película sobre un bote, o hacerla en una sola toma continua, sin corte aparente. Pero los libretos eran su punto débil y así su carrera alternó reconocidos brillos con torpezas argumentales como Marnie, Cortina rasgada y Topaz (1964 a 1969), que sufren de puerilidad y de discurso. En su última etapa Hitchcok era ya su propio productor, filmaba con mucha libertad y se dejaba acariciar el ego por los críticos franceses”.

A Homero no le gustan los egos inflamados.

Esos monstruosos roles protagónicos.

***

En 1960 conoció a Eva, una mujer de 27 años —separada, cuatro hijos— con la que se casó dos años más tarde. Pero antes, en 1959, conoció a Marlene Dietrich.

—En 1959 Marlene Dietrich llegó a Buenos Aires, y no iba a venir a Montevideo. Entonces, fui a Buenos Aires. Iba a dar una conferencia de prensa en el cine Ópera, y había una multitud. Un colega me dice en secreto: “Se iba a hacer en el cuarto piso, pero se hace en el octavo”. Llegué al octavo y el secreto había trascendido: era una sala con butacas, todas llenas. Entonces me fui a la primera fila, y me senté en el suelo. A los dos minutos se abre la cortina, sale Marlene, y yo en el piso. Marlene se sienta, y empieza la conferencia de prensa. Yo le hice una pregunta y se ve que le gustó, porque me dio el resto de la conferencia a mí.

—¿Y qué le preguntaste?

—Yo qué sé. Lo que se le podía preguntar a Marlene: nada muy importante. Ese día se supo que finalmente iría a Montevideo, y que iba a dar una conferencia en el hotel Victoria Plaza. Fui. El hotel era enorme, pero no había tantos periodistas. Habría unos veinte, y lugar de sobra. Entonces hice una travesura: me senté adelante, en el piso. Ella salió de atrás de la cortina, me miró y dijo: “¡Ah, look who’s here!”, miren quién está acá. Y me tiró de vuelta toda la conferencia de prensa a mí.

—La enamoraste.

—Sabés que literalmente pasó eso. Estaba el fotógrafo y me dijo: “Che, tenés que sacarte una foto con ella”. Yo dije muy bien. Y nos sacamos la foto. Mirá.

Homero —de pie, pequeño, bigote a lo Chaplin— mira a cámara, las manos apoyadas sobre la mesa con gesto de campeón. Empequeñecida, con un sombrero negro y guantes blancos, mirándolo arrobada, el ángel alemán —ese león—, y el epígrafe que dice “Marlene enamorada”. Porque le divierte, pero mucho también por sentar bandera, Homero cultivó con deleite esos guiños burlones. En una foto tomada junto a Louis Armstrong en julio de 1957, el epígrafe reza: “Alsina Thevenet y Armstrong. Armstrong es el de la derecha”.

—Mirá. ¿Sabés de quién es esta carta? —dice, sacando una carta de uno de sus libros sobre la censura en el cine—. De Guillermo Cabrera Infante. Le mandé el libro y me rezonga porque no mencioné a Raymond Chandler como responsable del guión de Double Indemnity. Está bien, tiene razón.

—¿Y le contestaste?

—No. Me cayó mal en el momento. Qué le iba a decir.

—¿Te cayó mal la carta?

—No. Ya ves. La guardé.

“Es una pena —escribió Cabrera Infante— no haber sabido que escribía usted su libro, pues podría haberle hablado de la censura antes de Castro, con las campañas de la legión de la decencia contra películas tan inocentes como La mujer que inventó el amor. También le hubiera hablado de la censura bajo Castro…”.

—Y ahora ya no le podés contestar.

—Así es. Ya ves. Se murió él, la carta quedó.

***

En 1965 Homero cruzó otra vez el Río de la Plata para vivir en Buenos Aires, donde trabajó en revistas como Primera Plana, Adán y Panorama, y publicó varios libros. Pero en 1972 Andrés, su hijo, comprometido con partidos de izquierda, fue detenido y acusado del secuestro de un empresario.

—Estaba en la guerrilla, y lo condenaron a seis años de prisión, pero en marzo de 1973 vino el peronismo, que dejó libre a todo el mundo. De todos modos él estuvo catorce meses preso, y yo le tenía que avisar a Andrea, su mamá. El hi jo de Onetti estaba con un puesto de periodista en Prensa Latina de Chile. Conseguí el teléfono y logré pasarle el mensaje. Resultado: me llama ella por teléfono desde Santiago y me pregunta: “Decime una cosa, ¿ahí es posible comprar un televisor y sacarlo del país?”. Le dije: “Mirá, era posible, pero después de tu llamado ya no”. Tenía un costado frívolo esa mujer.

Homero mueve la cabeza. Los recuerdos lo perturban, los recuerdos lo divierten, los recuerdos lo perturban.

—La cárcel es una cosa terrible. Humillante. Humillante para los familiares. Para llevarle algo a mi hijo… destrozaban una torta a cuchillazos para probar que yo no llevaba nada escondido ahí.

Cuando parecía que lo peor había pasado —un amargo periplo por las cárceles tras los pasos del hijo querido— sucedió en Argentina el golpe militar de 1976 y Homero se exilió en España: tenía 54 años cuando marchó con Eva a Barcelona, a empezar todo de nuevo.

—Yo ya tenía una carrera hecha, y allá no pude hacer nada porque los catalanes son muy nacionalistas. Estuve haciendo traducciones y escribí una biografía de Chaplin, a pedido de editorial Bruguera. Tuve tanta mala suerte que el libro salió a comienzos de diciembre del 77, con la vida completa de Chaplin, excepto su muerte: murió 20 días después, el 25 de diciembre de 1977. Dos meses después, encontré el libro en las mesas de saldos de El Corte Inglés.

Fueron ocho años en España, pero no fueron años buenos.

Eso dice: que no hay nada que contar.

***

—¡Homero, las gotas!

Eva aparece alarmada, gotero en ristre. Las gotas para los ojos, dice, son vitales.

—Tiene presión ocular.

Homero la mira divertido. Pocas cosas le gustan más que hacer de bufo. Camina apresurado hasta un sofá, se arroja, y echa la cabeza hacia atrás con un gesto exagerado. Eva se pone a horcajadas.

—¿Te molesta el paso del tiempo?

—Eh, a quién no. Si no es el estómago, es la columna y si no, son los ojos. Tuve una úlcera a los 30 años, y mi estómago se recompuso, pero sin los jugos gástricos correspondientes, con lo cual si como cosas indebidas, lo sufro después. Fritos en general, leguminosas, garbanzos, lentejas, porotos. Nueces. Mis nanas son historias sórdidas.

—Pero las enfrentás con elegancia.

—Porque soy elegante —dice, y mueve la pantufla.

Un año atrás Homero se fracturó la cadera y entonces hubo alarma: huesos rotos y edades altas no se llevan bien. Pero dos meses más tarde chapoteaba en el Caribe, rehabilitado y feliz. Inoxidable.

—Nos fuimos a Punta Cana con Eva, y en ese mar me rehabilité. Me pasaba horas en el agua contemplando las uñas de mis pies, que son preciosas. Fuimos a uno de esos lugares con sistema todo incluido. Un sistema fabuloso. Vas pagando con fichas, no usás dinero. Ah, y mirá lo que tengo.

Despliega un corset ortopédico rosado, lleno de ballenas. Empieza a ponérselo sobre la ropa cuando Eva pregunta:

—Homero, ¿eso no hay que devolverlo?

—No. Ahora es nuestro. Lo pagué.

Le gustan esas cosas: las cosas útiles. Corsets, gotas en los ojos. Viajes todo incluido, freezers, microondas y control remoto. Cosas que solucionan problemas. No bellas, pero eficaces.

***

En 1984 Argentina estaba en democracia y en España Homero no encontraba mucho para hacer. Entonces levantó la poca casa que tenía y, con Eva, regresó a América del Sur: no a Montevideo sino a Buenos Aires. Era 1985 cuando Jacobo Timmerman (periodista fallecido en 1999 y fundador de medios importantes y emblemáticos como La Opinión) le ofreció la jefatura de espectáculos del diario La Razón, que pasaba por su peor momento. Homero tenía 62 años, y pensó que un periódico que se iba a pique era una gran oportunidad para hacer cosas, pero lo echaron poco tiempo después por negarse a cortar una de sus críticas, que no entraba en el diseño pautado.

—Ah, la tiranía del dibujito. No me hables. Yo tengo unos cuentos con eso.

En 1987, dos años después del episodio en La Razón, Homero era jefe de espectáculos del diario Página/12, y además de críticas de cine —que despertaban las más extremas rabias de cabotaje de directores argentinos como Fernando “Pino” Solanas, Alejandro Agresti o Leonardo Favio— escribía columnas de opinión tales como “Mahoma, todavía”, en la que sostenía que “el caso Mahoma versus Rushdie ha suscitado algunas reclamaciones similares, que conviene incorporar ya a los manuales de filosofía y letras: a) Del Diablo contra Dante Alighieri, por la Divina Comedia (circa 1310). Aduce que el retrato del infierno es harto desfavorbale (…). b) Del gobierno de Dinamarca contra William Shakespeare, por Hamlet (1600). Apunta que la frase ‘hay algo podrido en Dinamarca’ se contrapone a los notorios progresos del país en cuanto a higiene, refrigeración y manejo de materiales biodegradables».

Además de escribir cosas como esa, Homero libraba su batalla contra la tiranía del dibujito.

—El jefe de diagramación de Página/12 se llamaba Daniel Iglesias. También llamado “el Zorro” Iglesias, también llamado “no hay peor sordo que el Zorro Iglesias”. Una vez entregué una nota que ni siquiera era mía. Me llaman de diagramación. “Sacale doce centrímetros”. Que sí, que no, la discusión subió de tono y viene el Zorro Iglesias y me dice: “¿Qué pasa con tu gente? ¿Son todos Shakespeare y Cervantes que no se les pueden cortar doce centímetros?”. Le digo: “No, no son todos Shakespeare y Cervantes. Ahora, tu gente, ¿son todos Rembrandt y Velázquez que no se les puede cambiar el dibujito?”. Gran bronca. Esa misma noche en la escuela de periodismo TEA [Taller, Escuela, Agencia] me daban un premio homenaje, y doy un discursito improvisado de agradecimiento: “Jóvenes periodistas, ustedes han elegido una profesión que está llena de promesas, pero no se crean que es fácil. Porque cuando ustedes entren a un diario se van a encontrar con un jefe que les dice: ‘Che, hay que hacer una nota a tal’. Vas y hacés la nota. La entregás. El jefe la mira y dice: ‘Sí, está bien, pero faltaría tal y cual aspecto’. Vos vas y agregás tal y cual aspecto. Volvés. Y el jefe te va a decir: ‘¿Sabés lo que le falta a esto? Una entrada, un copete’. Vas, volvés con el copete. Te dice: ‘Le falta un final, una cosa que restalle’. Lo encontrás. Terminás la nota y estás muy contento. ¿Y te creés que ahí terminó la cosa? No señor. Ahí la nota pasa al diagramador. Y el diagramador es un personaje que se dedica a quitarle doce centímetros a todas las notas: es una vocación. Me ha pasado”.

***

La bibliografía de Homero incluye muchos títulos —más de veinte— casi todos sobre cine: Ingmar Bergman, un dramaturgo cinematográfico (con Emir Rodríguez Monegal, ed. Renacimiento, 1964), Censura y otras presiones sobre el cine (Buenos Aires, ed. Fabril Editora, 1972), Cine sonoro americano y los Oscar de Hollywood (Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 1975), El libro de la censura cinematográfica (Barcelona, Lumen, 1977), Listas negras en el cine (Buenos Aires, Editorial Fraterna, 1987), Nuevas crónicas de cine (Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1999), Historias de pe lículas (Ediciones Cauce, 2000). Pero hay dos volúmenes. publicados en los años ochenta y llamados Una enciclopedia de datos inútiles (Ediciones de la Flor, 1986) y Segunda enciclopedia de datos inútiles (Ediciones de la Flor, 1987), en los que este hombre dibujó su visión del mundo: el mapa de sus intereses, sus desprecios, sus curiosidades. El texto que sigue fue incluido en la Segunda enciclopedia de datos inútiles: “1987: Al reseñar un libro titulado Una enciclopedia de datos inútiles, el erudito Pablo Schwarz (en Brecha, Montevideo, Uruguay, junio 5) se queja de que el autor utilizó demasiadas fuentes de segunda mano. El señor Schwarz encontró seis errores en un libro de 260 páginas, que abarcan 104 capítulos diversos y 16 páginas de índices. Con seis errores el cronista llenó 344 centímetros cuadrados del semanario [Brecha], más un dibujo y un título. Entre las informaciones de segunda mano que el cronista objeta figuran la muerte de Julio César. En el libro había sido escrito que ese emperador romano ‘… murió con otros tajos, tras una conspiración muy célebre, y la leyenda dice que sus últimas palabras habrían sido Et tu Brutus!, al reconocer con sorpresa a uno de sus asesinos’. El señor Schwarz, que sabe latín, sostiene que Julio César no debió haber dicho Brutus sino Brute, para no caer en un solecismo en el momento de su muerte (un solecismo es una falta de sintaxis y suele ser considerado como menos grave que 23 tajos mortales). A esa tesis el señor Schwarz (que sabe griego) añade que Julio César no murió quejándose en latín sino en griego. Habría dicho “kay sy téknon”. Con ese dato el señor Schwarz corrige de paso a William Shakespeare, un reconocido autor de segunda mano, que en su tragedia histórica Julio César (1599) cometió el imperdonable lapsus de hacer morir al emperador en latín mientras sus asesinos lo mataban en el inglés de la época. El punto consagra al señor Schwarz como la única persona del siglo XX que estaba presente en la muerte de Julio César, en el año 44 a.C., y que puede documentar su última frase en griego sin fiarse de fuentes de segunda mano. Sin embargo, eso no es tan milagroso como su buena memoria después de 2.031 (dos mil treinta y un) años”.

Ambas Enciclopedias reúnen más de 500 páginas como esta: todas de colmillos largos.

Dos años después de la publicación del segundo tomo Homero cruzaría una vez más el Río de la Plata, hacia su casa y su cuna. Uruguay.

***

—En 1989 en Uruguay se hizo un plebiscito. Se discutía la Ley de Caducidad, si les dábamos o no el perdón a los militares. Vine a votar, y Jorge Abbondanza, jefe de espectáculos del diario El País, me ofreció volver a hacer un suplemento cultural. Pero yo no sé de teatro, de arquitectura, de música, y me dio miedo. Lo contacté a Elvio Gandolfo [escritor y periodista argentino, cuyas notas han aparecido en números anteriores de El Malpensante, y a quien Homero había conocido en Buenos Aires] y le dije: “Me proponen esto y me tengo miedo, porque no soy un culto general”. Y me contestó: “Ni vos ni yo sabemos de pintura y de música como para escribir de pintura y de música, pero hay algo que sabemos y eso es manejar el material de otra gente”. Así que buscamos colaboradores y, efectivamente, salimos adelante.

—Vos no figurás en el staff como director.

—No, porque no lo hago por la performance. Yo sé lo que se hace y cómo se hace, entonces para qué más.

Y lo que se hace es, probablemente, el producto cultural más extraño de todo el Río de la Plata: el suplemento cultural del diario El País de Montevideo, que sale los viernes, se anuncia como un suplemento sobre artes, ciencias y letras, y tanto caben en él una reseña implacable sobre el último culebrón literario de Jeffrey Eugenides (Middlesex) como artículos sobre Will Eisner, John Ford, Santiago Calatrava, Thelonius Monk o la teoría del caos.

En el suplemento cultural del diario El País de Montevideo, que Homero fundó a los 68 años, no se publican avisos porque no se buscan avisos: no se propician avisos; no se usa color por cuestiones prácticas (obliga a disponer de fotos de mayor calidad); se eliminaron las bajadas (porque si el lector lee un resumen de lo que sigue, no lee lo que sigue) y, en tiempos en que la sobrevaluada religión del nuevo periodismo obliga al yo, se aborrece la primera persona.

—La primera persona es una traición, porque termina siendo más importante el escritor que lo escrito. Eliminamos los copetes porque si el copete dice todo lo necesario, el lector se va a ir. En el Cultural hice lo que yo quería hacer. Un suplemento sin concesiones. No le doy bolilla a Planeta si me dice que tal libro es muy importante, o si viene tal tipo con su libro de poesía para que se lo comente. No lo atiendo, no lo publico. Tenemos total independencia. Estoy trabajando con una libertad periodística que en la Argentina no tendría. Allí la crítica de cine está convertida en pildoritas con estrellitas: tres estrellitas, cuatro estrellitas, cinco estrellitas. Si hay que hacerlo se hace, pero hay que superar la instancia de esa crítica que dice “esto es largo, es feo, es malo, es bueno, entretenido”. Cuando uno se empieza a preguntar cómo lo hizo, por qué lo hizo, para qué lo hizo… eso es un progreso.

Durante años, cada vez que un nuevo periodista era incorporado al suplemento Cultural, se le entregaba el manual de estilo, una versión resumida de un texto que Homero había incluido en una de sus Enciclopedias de datos inútiles bajo el título de “Algunas sugerencias para periodistas modestos” y que decía —dice— así: “Comience toda nota en el centro del tema […] Las primeras líneas deben apresurarse a establecer Qué, quién, dónde, cuándo. El cómo puede esperar al segundo parrafo. Elimine al máximo el Yo, el Nosotros, los otros pronombres respectivos (me, mí, nos). El enfoque gramatical de primera persona debe reservarse para aquello que es absolutamente intransferible […] Salvo casos de extrema necesidad, elimine los signos de interrogación; el lector quiere respuestas y no preguntas. […] Evite los signos de admiración: el concepto deberá ser bastante asombroso con sólo enunciarlo, sin que usted le coloque una bandera encima […] Elimine las referencias al hecho mismo de estar escribiendo una nota. Sea un espejo sin decir ‘aquí estoy como un espejo’. La prosa tersa no se dobla sobre sí misma. […] Reescriba toda vez que pueda hacerlo. Si tiene a mano un lector que ignore el tema, confíele una primera revisión del texto. Si él no entiende algo, la culpa es de usted […] Elimine rodeos y larguezas. Un título periodístico llega a alargarse para llenar espacios, como ‘Se experimentaron precipitaciones pluviales en todo el sur de la república’, pero siempre será mejor que usted escriba, llanamente, ‘llovió en todo el sur del país’ ”.

—Me traían prosas cargadas de adjetivos, vueltas y desvíos del tema. Yo cuando leo eso digo: “Este tipo está mintiendo, este tipo no sabe lo que debe saber”.

—Pero hay estilos.

—Claro.

—Está Bryce Echenique.

—Y Proust. Pero tienen sustancia. Todos los jovencitos ahora tiran palabras, tiran palabras. Y yo les digo de antemano: el material está hecho para el lector. La prosa no es tuya, es del lector. Si no lo seducís en las primeras cuatro líneas se va, y no vuelve.

Hoy el suplemento Cultural de El País es objeto de colección: los puestos de libros de la feria dominguera de Tristán Narvaja, en Montevideo —cuadras y más cuadras donde se consiguen tomates y discos, zapatos y antigüedades— venden los números atrasados.

—¿En serio se vende en la feria? No sabía. Yo siempre supe que tenía que trabajar y hacer lo mío. Hace poco leí una frase de un filósofo. Me gustó y me di cuenta de que la estaba aplicando desde hace mucho tiempo: “Pocas personas en este mundo son conscientes de que han salido de la nada y volverán a la nada”. Y es muy cierto. Uno después piensa: Bueno, pero el rato que estemos aquí vamos dejar hecho algo. Algunos han dejado guerras y revoluciones como Hitler y Fidel Castro. Yo dejo un poco de crítica de cine, y es bastante mejor.

—El año pasado eras candidato al premio Homenaje de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.

—Sí. Me lo dieron.

—No…

Homero se levanta, rápido como un soplo, y vuelve con un trofeo: el Cóndor de Plata, una distinción que entrega la Asociación de Cronistas Cinematográficos de Argentina, y que le dieron en 2002 por su labor como crítico.

—No, Homero, era un premio de la fundación colombiana y no lo ganaste vos, lo ganó un periodista brasileño.

—Ah. Entonces no tengo idea qué será —dice y devuelve el Cóndor a su lugar, desinteresado—. ¿Querés más té?

En 2004 Homero fue firme candidato al premio Homenaje que entrega la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que finalmente ganó Clovis Rossi, un periodista nacido en São Paulo en 1943, actual columnista de la Folha de São Paulo que cubrió más de un frente de guerra y que mide dos metros.

La crítica cinematográfica es —siempre ha sido— un oficio de actores secundarios.

***

En el living hay fotos. Muchas. Fotos de su madre, fotos de su mujer, fotos de Toc, el perro.

—No sabés qué perro. Es un golden retriever, un recuperador. Si tirás algo al agua, se tira y te lo trae. Un día se nos quejaron porque sacó a un tipo del agua.

—¿Y el tipo se estaba ahogando?

—No. Por eso se quejaron.

Fotos de los hijos de su mujer, fotos de los nietos: fotos de los hijos de los hijos de su mujer. Entre todas, no hay una sola foto de su hijo Andrés. Su único hijo.

—Estamos distanciados. Hace siete años y pico. No debo haber sido un buen padre. No me daban el tiempo ni el dinero para la atención debida. Entonces, entramos en el capítulo separación de mi hijo. Que es así.

Su hijo, que se exilió en Suecia en 1977, regresó a Uruguay en 1989. Durante nueve años él y Homero se vieron una vez por semana e hicieron las cosas que hacen padres e hijos: comieron, conversaron, no se dijeron tantas cosas. En 1998 Homero decidió poner en orden los papeles de la casa donde vive, que como herencia de su madre podía presentar alguna dificultad.

—Hice un testamento a favor de mi mujer y ése fue el detonante. A los dos días me llama mi hijo. Que no estaba conforme con el testamento. Empezó un discurso de una hora y media delante de su mujer. Nunca fui tan insultado. Me dijo que fui un mal padre toda la vida, que fui un egoísta, que no tengo sentimientos. En fin. Volví a casa, agarré la máquina, escribí un memorándum y se lo mandé. No me contestó, no nos vimos más.

—¿Y vive cerca?

—A cuatro cuadras.

Homero cree que son estos, precisamente, los datos superfluos.

Los datos que a nadie importan.

***

En el artículo “La influencia de los hongos en la vida literaria”, recogido en uno de los volúmenes de la Enciclopedia de datos inútiles, Homero asegura que el tomate fue “uno de los viajeros más ilustres entre los llegados a Europa durante el siglo XVI”. La papa, sigue Homero, superó al tomate en la rápida adaptación al nuevo medio, pero fue víctima de un feroz enemigo natural, un hongo agresivo, el Phytophthora infestans, que llegó en la bodega de los barcos y produjo el catastrófico fracaso de las cosechas irlandesas de papas de los años 1845 y 1846, que terminó con la muerte de quinientas mil personas y la emigración de un millón de irlandeses “que cayeron sobre Inglaterra, Estados Unidos, Canadá y Australia, generando una diáspora que duró más de un siglo”. El artículo termina así: “Entre los emigrados irlandeses y sus descendientes se contarían después los escritores Oscar Wilde, George Bernard Shaw, James Joyce, Sean O’Casey, Eugene O’Neill, Liam O’Flaherty. La influencia de los hongos sobre la vida literaria no ha sido estudiada a fondo”.

Tiempo después, Homero le diría a una mujer que escribía su biografía (y que pretendió analizar la obra del señor Alsina a partir de un supuesto interés en personas que, al igual que él, habrían tenido infancias difíciles, como Pablo Picasso u Orson Welles): “Lo que yo soy es lo que está escrito”.

Es probable que el artículo sobre la influencia de los hongos en la vida literaria sea una parodia de lo que este hombre piensa del psicoanálisis y de aquellos que creen que en su oscura infancia —en la relación devota con su madre o en el vínculo difícil con su padre— encontrarán algo significativo.

También es probable que el artículo sobre la influencia de los hongos en la vida literaria sea, simplemente, un artículo sobre la influencia de los hongos en la vida literaria.

Sea como fuere, aquella biografía nunca se publicó.

***

Datos precisos, concretos. Los datos que importan.

Homero ya no fuma, tiene 83 años, una mujer, un hijo con el que no habla y, salvo cuando el invierno le impide salir, va todos los días a la redacción del suplemento Cultural.

—En el diario soy un resistente. Mientras me dejen hacer el suplemento, me quedo quieto.

—Y si no te dejaran.

—Y… voy a pelear, supongo.

—¿Y si perdieras?

—Y si perdiera, estoy en condiciones de jubilarme.

—¿Y por qué no te jubilás?

—Ganaría una miseria. Imposible. Porque tengo que mantener una casa, un auto, una mujer, un perro y una patente de perro.

—¿Una qué?

—Patente de perro. Acá hay que pagar por tener perro.

—¿Y a qué te da derecho?

—A tener perro con collar. Eva sabe.

—¿Y si no pagás la patente?

—Se llevan preso al perro.

—No puede ser.

—Si, ya vas a ver.

Homero se pone de pie con un saltito ágil y desaparece. Regresa minutos después.

—Ya averigüé todo. Es un impuesto de prevención de la rabia. Pero hete aquí que hace veintitrés años que no hay rabia en el Uruguay. ¿Dónde va el dinero de esa patente anual?

—¿Dónde?

—No se sabe.

Afuera es noche, tarde, y hace frío.

—¿Te pido un taxi? Ahora vas a ver qué sistema fabuloso. Ni siquiera tengo que decir mi nombre. Les sale mi dirección en la computadora.

Camina hasta el teléfono. Marca un número. Alguien, al otro lado de la línea, dice Hola. Homero dice:

—¿Me manda un taxi, por favor?

Y cuelga.

Computadoras que no hacen preguntas inútiles. Datos precisos. Cosas eficaces.

—Ya vas a ver. Llegan en dos minutos.

Después, camina hasta la ventana. Con las manos en los bolsillos vigila plácidamente la calle.

—Yo tenía un amigo aquí, Mauricio Miller. Era muy divertido. Y le daba al juego de palabras que no te digo. Tenía a su vez otro amigo, Carlos Martínez Moreno, y eran muy graciosos. Habían inventado una tarjeta de visitas para ambos que decía “Carlos Martínez Moreno-Mauricio Miller: Gracioso”. Nunca llegaron a imprimirla. Y yo con Mauricio había inventado mi tarjeta, que tampoco imprimí, y que decía así: “El señor Alsina-Se hacen cosas”.

Un taxi se detiene afuera. Homero sonríe, satisfecho.

—Te dije. Un sistema fabuloso.